En el capítulo anterior me había ido a la cama sin luz, al amor de las velas. Esto no es especialmente traumático.
Levantarse de la cama sin luz, cuando aún está oscuro, y hacer las tareas cotidianas (ducha, desayuno, torneo de bostezos, y demás) al amor de las velas, pues ya es un poquito más traumático. Sobre todo la ducha. Al menos en el XIX tenían quinqués y lámparas de queroseno y cosas, no como yo, que venía mal preparada al pasado. Existe la posibilidad de que ese día me duchara con champú, o quizá con el limpiador de baños (total, todo huele ahora mismo a vainilla, o a frambuesas con nata y crujiente de berros relleno de espuma de foie). Pero al menos salí viva, con la piel más o menos intacta, y conseguí no partirme la crisma al buscar el albornoz a la palpa, mientras fuera empezaba a apuntar un amanecer enfurruñado color azul azafata.
Sintiéndome como si saliera por la puerta de un TARDIS, cogí todos los cargadores del mundo y huí al trabajo a regodearme en el brillo de las pantallas de LEDs y a recargar las baterías de todos los cacharritos, sin hacer caso de las miradas entre espantadas y curiosas de quienes veían el ovillo enmarañado de cables que había aparecido a mi alrededor. A la hora del café me fui a un bazar y compré ocho velas, una lámpara de LEDs, dos linternas, pilas y cerillas. Por si acaso. Rodeada de ordenadores y teléfonos móviles, me encontré planeando mentalmente un vivac urbano en el que cocinaría con gas y montaría un pequeño rincón confortable iluminado por velas y linternas a manivela, seleccionando algunos libros y una moleskine donde anotar mis aventuras en el mundo pre-tecnológico. Algo en plan diario de viaje, con entradas como: Jueves. Las temperaturas han vuelto a bajar. Me preparo sopas de ajo en el hornillo de gas. Escribo dos sonetos deprimentes y un ensayo sobre la revolución social. Menos mal que no tengo casera, porque si llego a tener, seguro que hubiera venido a cobrar el alquiler y le hubiera tenido que decir que no. Estuve a punto de comprarme unos guantes de esos con las puntas de los dedos cortadas, para escribir con ellos puestos y darle más autenticidad a mi estancia en la vida bohemia, pero me dio corte. Luego llamé a un electricista de mi barrio.
-Tenga usted buenos días –dije, ya totalmente imbuida del espíritu decimonónico-. Cortóse la luz en mi vivienda, y me preguntaba si sería posible que viniera a efectuar las necesarias reparaciones a la mayor brevedad posible, suya afectísima, etcétera.
Tras un momento de silencio, el electricista me aseguró muy amablemente que si yo podía estar a tal hora, “el chico” se pasaría a echar un vistazo a mi apuro.
“El chico” resultó llamarse Cristóbal, y era un hombre bajito, vestido de pana, que ya no cumplía los sesenta y que charlaba con afable volubilidad sobre su hijo (que había estado en Alemania) mientras buscaba la causa del desaguisado. Abrió uno de los cajetines y emitió uno de esos ruidos que hielan la sangre de los dueños de instalaciones antiguas:
-Buf –dijo-, lo que hay aquí.
Acto seguido metió mano en el agujero y sacó una especie de tentáculo negro y viscoso que podía haber pertenecido fácilmente a un primo de Cthulhu. Y luego otro, y otro, y otro, hasta que del agujero pareció asomarse una araña monstruosa con exceso de patas y de mal humor.
-Son cables de los antiguos –me explicó Cristóbal, que había cortado patas a la araña con alegre abandono y ahora me enseñaba una sección de cable, negra y rígida, forrada de una tela trenzada que casi se deshacía al tacto y con un alma de cable que parecía robado al taller de Thomas Alva Edison. Yo la miré con espanto, mientras Cristóbal metía la mano hasta el codo en el agujero, efectuaba una misteriosa manipulación, y me pedía que conectara de nuevo el diferencial.
Lo hice, y la luz se hizo. Mi alegría duró poco, porque Cristóbal me pidió que lo apagara de nuevo, e iluminado por la lámpara de LEDs se dedicó a pelearse con los cables de la instalación, que gracias a sus titánicos tirones salían a desgana de las paredes, como si estuviera arrancándole los nervios a la finca. Los sustituyó, usando probablemente magia, por otros más pequeños y bonitos, azules y marrones, conectándolos aparentemente al azar; cambió un interruptor roto; remetió algunos tentáculos recalcitrantes que se acurrucaron, mohínos y vengativos, en el hueco del cajetín; le echó una bronca tremenda a la lavadora que no quería conectarse a la primera, y finalmente conectó el diferencial y mi casa volvió al siglo XXI.
Mientras yo correteaba de un lado a otro abriendo la nevera y extasiándome ante la luz del interior, pulsando botones del microondas, y conectando los cargadores de los teléfonos, Cristóbal recogió metódicamente sus herramientas, me dejó de recuerdo un cacho del cable que había exhumado, me comentó que en unas semanas le tenían que sacar una muela, cobró y se fue.
Y esta es la historia, querida blogosfera, de mis aventuras en la era pre-electrónica. Que nunca os pase a vosotros salvo con vuestro beneplácito, y felices fiestas.
lo de la muela era para decirte en qué iba a gastarse tus euros: en hacerse fundas de oro, seguramente. Comentario agradable navideño: has tenido suerte, yo conozco casos en que tus cables peludos han acabado ardiendo (combustión espontanea, evidentemente, como buen acólito de Cthulhu) y otros en los que los bonitos cables marrón y azul no han podido entrar en los tubos. Y definitivamente es un automático,no un diferencial
Maravillosamente descrito… Tuve una experiencia similar hará cosa de unos siete años… Pero no hay mucho que añadir de la misma después de lo que habéis contado JJ y tú. Saludos post-solsticiales… 😉
¡¡FELICIDADES!!
Jejejeje, ¡muchas gracias!