Al volver hoy del café era hora de cambio de clase y las calles del campus estaban llenas de alumnos caminando despacito a sus respectivos destinos. Muchos iban en silencio, pero un pequeño porcentaje hablaba, en esas conversaciones en voz baja, llenas de pausas, que son la marca registrada de la vida social estadounidense. Una excepción era la voz femenina y penetrante que, detrás de mí, hablaba con un interlocutor invisible.
–Espera –decía–, no te he terminado de contar cómo es mi nueva blusa.
El sol se ha decidido a asomar, ligeramente enharinado por una capa de nubes muy leves. Un chico y una chica pasan a mi lado; estaban hablando pero ahora se han callado y caminan juntos, mirando al frente. Los labios de ella se mueven ligeramente, como si estuviera ensayando la siguiente frase.
–No te he terminado de contar cómo es mi nueva blusa –dice de nuevo la voz que me sigue, en el mismo tono de antes, con las mismas inflexiones. La era de las telecomunicaciones no parece aumentar la comunicación.
El runrún de dos alumnos que pasan a toda velocidad en monopatín ahoga el murmullo de las voces; la gente se aparta de su camino con la experiencia de la práctica, sin dejar de practicar sus habilidades de incomunicación. La carcajada, a lo lejos, de un joven negro resuena más fuerte aún que los monopatines y atrae algunas miradas curiosas y un poco envidiosas.
–Es rosa, muy ajustada –dice la voz–. Y tiene unos botoncitos que son un poco así como diamantes, así…
Resisto el impulso de mirar atrás para ver gesticular a la chica, describiendo por gestos la blusa a alguien que no puede verla.
–Es muy mona –sigue diciendo la voz, renunciando a la mímica y optando por la generalización–, creo que te gustará mucho.
La sombra de mi edificio humedece un poco el aire. Cuando giro para entrar, me cruzo con tres ciclistas que hacen eses para no atropellar a la gente; pedalean silenciosos y concentrados como en una escena de [/Blade Runner/]. La chica de la blusa nueva tan mona se ha ido por otro camino. Delante de mí, un señor con barba, parapetado tras unos auriculares, me abre la puerta para que pase.
–[/Thank you/] –digo, pero no me oye. Así que sonrío. Él sonríe a su vez, sin mirarme directamente. Yo también aparto la mirada. Nos incomunicamos amablemente, cortésmente. Cuatro años de sonrisas fugaces, en silencio. Respetando la intimidad ajena. Interactuando a través de intermediarios, de asociaciones, o de frases hechas de psicología pop.
Las calles del campus han quedado desiertas de nuevo. No se nota tanta diferencia.