Bueno, pues sí, y tal. Llueve en Corvallis, el susurro de las gotas sobre el cemento, blablabla. Oh el otoño, suaves rubores encienden las hojas yadda yadda yadda.
O sea, lo de siempre. Quiero decir, el césped es verde, el cielo es az… digo, ya no, ahora es gris-nube… Los cuervecitos graznan, el pato de mis vecinos, um… cuacuaquea… Va una por las calles pensando en la bitácora a ver si algo cuela pero vaya, hay un límite a las posibilidades poéticas de un charco. Y de la soledad del campus. Hasta de los batidores de gusanos de Dune. A qué extremos llega la necesidad de invención, madre mía.
En el laboratorio hay al menos cositas divertidas que mirar y tubitos con DNA y cosas así que, bueno… Pa eso estamos, al fin y al cabo. Y el jefe ha vuelto de vacaciones, todo emocionado y soltando grititos de gozo ante cualquier experimento que se le cruce por delante. Flaca debe haber ganado por lo menos veinte gramos en la última semana. De cosas así, pequeñas, se compone el armarito de especias para las gachas que son la vida en Corvallis.
Lo cierto es que estoy en compás de espera. En cuanto el otoño dispare con todas sus xantocianinas, ni vosotros ni yo vamos a tener reposo por estos pagos, pero mientras llega, es un poco como estar en la sala de espera del dentista. Uno no hace más que cruzar y descruzar las piernas, soltando resoplidos de morsa, y leyendo revistas que en otras circunstancias jamás se nos habría ocurrido leer. Recordadme que le eche la bronca a Investigación y Ciencia y sus plantas imantadas, un rato de estos.
Pero mira, tanta dispersión neuronal tiene sus cosas buenas; cuando una va por la vida distrayéndose con un mosquito, cualquier mosquito es distracción.
Y por cierto, que aquí aún estoy a tiempo: felicidades a Google y a Mundodisco.