Me he concedido una pausa para café urbana, lo que quiere decir que me he lanzado calle Monroe abajo a ver cómo ha cambiado desde que no vengo por aquí a pie, de lo cual hace bastante. En un día de sol como este compensa ir despacito y con la nariz lista: están construyendo casa nuevas donde antes había una serie de edificaciones de madera marrón astillada en el mejor estilo Innsmouth. Las casas que están apareciendo en su lugar a la velocidad a que crece un champiñón son blancas, relucientes, con pulcros tejados de pizarra y cornisas que se curvan suavemente hacia fuera, un poco como una pagoda yanqui. Huele deliciosamente a resina porque en el solar de al lado han talado un árbol enorme, que ahora yace cortado a rodajas como algún tipo exótico de embutido revestido de corteza parda y con relleno color miel.
La fiebre de los cafés, que nació en Seattle, todavía no ha muerto, aunque ya ha parado su fase de metástasis exponencial. Ha aparecido un lugar nuevo en Monroe: Piazza (Fine coffees). A verlo.
Es uno de estos lugares que se apuntan a la estética “salita de la casa de alguien”. Hay dos alturas: primero está la barra, y un espacio con cuatro o cinco mesitas redondas de madera y uno de esos bancos que corren paralelos al gran ventanal de la fachada, de modo que te puedes sentar de cara a la calle y gozar de la infinita variedad de la fauna humana que recorre Monroe a todas horas. Supongo que alguna habrá. Y a la izquierda hay una tarima enmoquetada, separada del resto por una barandilla de madera, y aquí tenemos una vez más un ventanal muy grande, cuatro mesitas, y tres sofás rechonchos y amigables tapizados en microfibra color salmón para hacer juego con el color naranja cremoso de los muros, decorados con multitud de cuadros multicolores y bastante malos, es de suponer que de artistas locales. Si hubiera sólo uno o dos cuadros, el efecto sería hortera y algo triste. Como hay muchísimos, en todos los colores del arcoiris, el efecto es más amable y muy alegre, siempre que no te fijes demasiado en ninguno de ellos en particular. Si te sientas en uno de los sofás, con una estantería con trastos a tu espalda y una mesita baja delante de ti, arropado por mullidos cojines y con la luz del sol entrando a raudales por el ventanal y resbalando sobre el barniz de las mesitas, te puede entrar un sopor muy agradable. Los aburridos o solitarios tienen a su disposición un fajo de revistas más o menos cosmopolitas, de moda, de viajes, de negocios, y los más intelectuales pueden, si lo desean, hacer uso del tablero de ajedrez que campa a sus anchas en una u otra de las mesitas.
Yo, después de pagar con un dólar mi derecho a llenar un vaso de cartulina con el café contenido en un termo gigante, y a añadirle los necesarios condimentos, me he venido a uno de los sofás naranjas que parecen de tebeo y ando aquí más contenta que unas pascuas, tomando un cafelito y anotando cosas. No hay nadie más en el local: es Spring Break y la ciudad está en coma. Desde la cocina me llegan los sonidos de alguien chapoteando en una cantidad enorme de agua, que casi ahogan el jazz fusion que suena bajito por los altavoces del local.
Últimos comentarios