Ayer, al salir del laboratorio, había niebla. Es un meteoro bastante habitual en invierno, y si no vas conduciendo, hasta es bonito y todo. La niebla de Corvallis es diferente de la niebla vegetal y blanda de Valencia; aquí es una niebla mineral, de piedra y tronco, que más que descender parece emanar de los árboles, de los edificios, de las calles. Hasta las farolas, anoche, parecían haber decidido ampliar horizontes y esparcir la luz en halos puntillistas peinados en haces más oscuros por la tracería desnuda de las ramas de los árboles.
Anoche las calles eran un mar de difracción de luces de sodio, de un color naranja mortecino y amargo, como si el aire se hubiera oxidado. Y es cierto que la niebla ahoga los sonidos; hasta en un lugar tan tranquilo como este pueblo, anoche se oía claramente la ausencia de sonido causada por el edredón húmedo que lo envolvía todo. Esta mañana todo se notaba un poco más hinchado, como si la niebla hubiera tensado las costuras de los troncos de los árboles y las piedras y los trozos de césped al esconderse en ellos, y la que no pudo entrar se instaló en las telas de araña creando collares en forma de catenaria.