Paso muchas noches fuera de casa, en hoteles y demás, por trabajo. A veces dan para contar cosas, por ejemplo esta, o esta. Otras veces son simplemente eso: noches de hotel. Se mezclan y diluyen en una especie de batido de noches de hotel, hecho de moquetas mulliditas, sábanas limpias y sillas incómodas.

Son todo hoteles buenos, de cadenas buenas, donde todo es predecible y cortés, desde el menú anunciando el servicio de habitaciones (una oliva a siete euros, o por ahí) hasta los sonrientes recepcionistas, vestidos como malos de James Bond, que te preguntan si te has alojado ya alguna vez con ellos. No, sólo en la habitación del hotel, respondo. Lo pillan dos de cada siete.

Hace poco tuve que irme con cierta urgencia a solucionar un tema de trabajo que me iba a suponer una noche fuera, así que pedí que por favor me reservaran una noche de hotel, mientras embutía a toda prisa una muda de ropa en el maletín del ordenador. Me enviaron a una localidad cercana a donde tenía que ir. La llamaremos Valdelpeaje.

Hice lo que tenía que hacer y, acabado el día, me dirigí a Valdelpeaje a gozar de un merecido descanso. El hotel era uno de esos en la periferia de un polígono, construido por un arquitecto enamorado de dos cosas en la vida: la bóveda de cañón y el cemento. Y con esto quiero decir que llenó de cemento una bóveda de cañón, lo desmoldó, y luego le añadió ventanas, una puerta y dos ascensores exteriores.

Dejé el coche bajo unas palmeras algo polvorientas y entré. La recepción era un mostrador de madera de aglomerado en un vestíbulo con los habituales sofás de los vestíbulos de los hoteles y –detalle importante, este- varias máquinas expendedoras contra las paredes, y un parchís y un ajedrez sobre las mesas. Al fondo, un restaurante a oscuras.

El recepcionista me recibió como a un miembro perdido de su familia (esto no pasa en los otros hoteles de vidrio ahumado y madera de cerezo), y pronto me encontré en una habitación algo ajada, algo espartana, de muebles temblones imitando madera de raíz. Abrí, sólo por fastidiar, el enorme armario ropero que por poco se me cae encima al hacerlo. Exploré cauta el colchón duro y elástico, que rechinó musicalmente bajo mi mano. Admiré la economía del minibar, que consistía en no tenerlo, ofreciendo en su lugar una más práctica pero menos invitadora neverita vacía. Determiné que había una cantidad suficiente de enchufes (esto nunca pasa en los otros hoteles de vidrio ahumado y madera de cerezo). Admiré la maravillosa vista del peaje desde la ventana. Finalmente dejé los trastos y bajé en busca de cena.

El restaurante seguía tan a oscuras como antes, de modo que fui a recepción a hablar con mi nuevo mejor amigo:

-Disculpe, ¿para cenar?

-Sí, -respondió animadamente-, ¿quiere decir en el pueblo?

-…No, quiero decir aquí.

-Ah –su animación cayó como últimamente caen las bolsas-. Pues tenemos unos platos preparados que le puedo pasar por el microondas, aquí tiene el menú. O unas tostas, son así como pizzas alargadas. O puede llamar al Pizza Hut. Si quiere llamo yo –concluyó esperanzado.

Acabé decidiéndome por el Pizza Hut, por aquello del más vale malo conocido, y mientras esperaba en la habitación me entretuve averiguando de cuántas maneras se podía no sintonizar la tele con el mando. La cena llegó y fuese (cuanto menos se hable de ella mejor), y yo abrí un libro en el iPad, monté un nido de almohadones la mar de ergonómico, y esperé a que el sueño me llevara a parajes más acogedores.

No lo quiso el destino: el ruido de agua corriendo por tuberías me indicó que algún huésped estaba tomando una ducha. Una ducha larga. Una ducha larga que ocasionaba el mismo nivel de salpicaduras que el retozar de una manada de hipopótamos en un río bien caudaloso. Estaba yo empezando a poner letra a la sinfonía hídrica cuando otro huésped, ignoro si cerca o lejos, empezó a toser con el tipo de tos de alguien a quien le queda un solo pulmón y no le importa en exceso perderlo.

Esto se prolongó durante unos veinte minutos: toses cavernosas intercaladas con los gloinnnggg doinnnggg plassshhhhh de una ducha dándolo todo por su público. De vez en cuando se oían, en otro lado, golpetazos secos, tac tac tac, pausa, tac tac, pausa, tac, pausa larga. Empecé a tuitear de puro miedo.

Los ruidos pararon escalonadamente: ducha primero y tos después, algo ominosamente. Los golpetazos tardaron un poco más. Luego se hizo un silencio en el que apenas se oía el runrún lejano de la autovía.

Suspiré, y me disponía a reanudar la lectura cuando en el pasillo se oyó, a lo lejos, una vocecita plañidera:

-¿Hola? –dijo la voz, tímida, insegura, como un protagonista de película de terror al entrar en el sótano desde el que salen los ruidos misteriosos. Nadie contestó. Yo tampoco: no me atreví. La voz no volvió a oirse, y yo, buscando refugio en el sueño, apagué la luz y me quedé mirando al techo un rato en la penumbra anaranjada de las luces del cercano Valdelpeaje.

Y si pensáis que no quiero volver nunca más a ese hotel, os equivocáis: wifi gratis en las habitaciones y un buffet de desayuno épico me reconciliaron al día siguiente con el mundo, el hotel, y Valdelpeaje. Pero esto os lo tenía que contar.