Se me ha pasado ya el ramalazo Holmesoide [N. del Ed. ¡Adobado sea el Señor!], pero sigo viajando por aquí y por allá, conociéndome aeropuertos y carreteras, y los colores de cada sitio y estación. Actualmente los colores son verde, negro y rosa pálido: campos de almendros florecidos.

Anoche los colores eran negro y gris, porque estaba yo en el hotel, y había bajado a cenar algo. Los hoteles acaban pareciéndose todos entre sí, y ayer no era una excepción. Me encontraba yo resolviendo el complicado problema topológico de una ensalada colorista pero con hojas de rúcula demasiado largas, cuando entró un cliente hablando por teléfono.

Lo cual no es raro. Ni tampoco que el cliente fuera trajeado. Allí estábamos todos trajeados. Hasta los cuadros de las paredes iban trajeados. El único que no llevaba corbata era seguramente el cocinero, perdón, chef.

Lo que hizo que los cinco comensales levantáramos a la vez la vista y las cejas fue lo que el caballero que acababa de entrar iba diciendo. Iba andando a zancadas hacia uno de los silloncitos de cuero negro, y diciendo no sé qué de quedar otro día. Su interlocutor dijo algo, y la respuesta fue:

-Pero Pepe -dicha en tono perentorio, que rápidamente fue subiendo tanto en velocidad como en volumen, asina-: Pero Pepe, pero Pepe, pero Pepe, peroPepe, peroPepe, peropepeperopepeperopepeperopepePEROPEPEPEROPEPEPEROPEPEPEROPEPEPEROPEPE.

No exagero nada. Nos quedamos todos con el tenedor a medio camino de la boca, mirando espantados a la ametralladora humana, que todavía disparando a mil por hora se había sentado en uno de los sillones y seguía objetando a Pepe. Cruzamos miradas cómplices, y alargamos el cuello para ver mejor al autor de la retahíla, que ahora estaba diciendo, en voz poco apta para el confesionario, algo de matar a una tía si a la tía en cuestión se le ocurría llamar en no sé qué circunstancias («es que la mato. Es que la mato, Pepe. La mato, es que la mato. Pepe, que la mato, es que la mato, Pepe, la mato»). Y yo con la crema de calabaza enfriándose mientras intentaba averiguar el destino de la pobre tía. Tía de quién, me pregunto.

El camarero llegó, efusivo y cordial, preguntándome con voz un puntito más alta de lo necesario si estaba todo bien mientras el espectáculo de la noche volvía a poner objeciones a Pepe, aunque ahora con menos ahínco.

-¿Quiere postre? -me preguntó luego.
-Mejor no -dije, levantándome con dignidad, y pude ver en su mirada que me comprendía. Me fui a mi habitación, y el camarero me deseó una buena noche.
-Lo mismo digo -respondí con sinceridad, y él me miró con resignación.
-¡Pero Pepe! -saltó el hombre al teléfono, y emprendí la huida, dejando atrás la dignidad y la conversación.