Ayer fue un domingo invernal de esos de luz robada y cenicienta. Un lado del cielo estaba embardurnado de unas nubes de sebo gris, densas e hinchadas, una mordaza al día. A eso en mi pueblo se le llama «oscurina», una palabra musical, dulce, inofensiva, tan inapropiada a lo que describe como visillos en un tanque. Los colorines de las fachadas de mi barrio, que normalmente dan un aire alegre de tarta decimonónica a las calles, parecían aguados y tristones, deprimidos bajo la luz seca.
La oscurina es también un estado del alma, un algo tenebroso que se avecina. La palabra se suele usar con un cierto aire de anticipación temerosa. «Viene una oscurinaaaa», se dice, en un tono que se agudiza progresivamente. Puede terminar en una tormenta, puede no terminar en nada. Pero mientras la oscurina se cierne, uno mira más al cielo, preocupado por si las nubes de un gris ácido se acaban comiendo el sol, en un Ragnarok de smog y tiniebla.
Lo peor de la oscurina es la oscurina. Porque ayer, la luz cenicienta se disolvió como azúcar en un sol efímero, fresco y muy pálido, y la oscurina se marchó y dejó paso al azul esmaltado de la tarde breve de invierno.