Lo cierto es que no he seguido mucho todo el lío papable. Evidentemente sí me he enterado, claro, como me entero de que es de día sin tener que hacer esfuerzo consciente alguno para comprobarlo. El estado de la jerarquía de la Iglesia Católica nos ha entrado por todos los poros y por casi todos los sentidos, queramos o no. De modo que incluso las despistadas terminales como servidora nos enteramos de la caída y auge, del giro de la rueda, del derroche de rituales, oropeles, armonías y protocolos, de procedimientos, casullas y algún carraspeo de viejos pulmones durante los Cónclaves. En suma, del rey muerto y del rey puesto.
Me ha llamado la atención la interesante mezcla de ritual antiguo y tecnología punta, con lo de las escuchas. La bestia Vaticana, ese animal grande, viejo, macho y resabiado, alto de mitras y pesado de brocados, de bellísimo pelaje de mármoles y pinturas, de sangre debilitada pero colmillos agudos, todavía husmea en el aire los vientos del cambio y elige los que le conviene, dejando pasar otros que han movido naciones enteras.
Un bicho raro, este pequeño estado incrustado en Roma como una perla en una ostra dorada. Mueve a millones de personas y tiene un sentido escenográfico tan perfecto que hasta países que suelen hacer befa y mofa de la «vieja Europa» van a ver qué pasa y se sienten un poco fuera de lugar, un poco inadecuados, bajo el peso de rituales tan centenarios.
Plus ça change, plus c’est la même chose, que decía el otro; al fin y al cabo, lo que la bestia quiere es no quedarse sin cabeza. Así su inercia milenaria no se perderá en una ¿eu?catástrofe: deben cambiar de cabeza para poder seguir vivos. Extraña zoología esta que nació en Judea, mezcla de hidra y paloma, partenogenética e infalsable.
Omnia mutantur, nihil interit, que se dice en el idioma de moda estos días, ya puestos a poner citas. «Todo cambia, nada se pierde». Lo cual no sé si es bueno o malo en el contexto católico, pero es, y esto es cierto, la mar de termodinámico.