Dos de las cosas que más juego dan para el observador atento del mundo son el teléfono y los trenes. De ambas cosas he tenido dosis recientes y abundantes y claro, pasan cosas. Antes, cuando pasaban, me decía «Qué cosas pasan», y ahí lo dejaba. Ahora pienso «Qué cosas pasan, esto irá bien para el blog», y ahí lo dejo, pero eso es porque llevo tiempo ya de un vago tan subido que espantaría a un Choloepus hoffmanni. A un perezoso, para entendernos.
Choloepus aparte, hablaba yo de la rica experiencia vital que se obtiene atendiendo, siquiera levemente, a las experiencias que nos traen los inventos esos del teléfono y del tren. Vaya ahora un ejemplo del primer caso.
Estoy yo en casa, tranquilita. Es una tarde blanda de primavera valenciana, de esas de luz melosa y aire de algodón que te acaricia la piel. Por la ventana de atrás se cuelan los sonidos sedantes de un patio de vecinos en buena forma: el lejano rumor de una conversación, un ladrido ocasional, una risa repentina de niño que se derrama desde una ventana. Flota desde algún lado un apetitoso olor a guisado entre ruidos de cacharros de cocina, y se oye el trino de un canario histérico. Es una escena como para enmarcar y titular «Barrio». Le falta un transexual para provocar un orgasmo a Pedro Almodóvar.
En este nirvana de pantuflas y acelgas, suena el teléfono. Es un entrevistador que quiere hacerme algunas preguntas sobre un nuevo centro comercial que quieren abrir en Valencia. Valencia necesita ahora mismo otro centro comercial tanto como una lluvia de fuego bíblica, pero en la eterna carrera armamentística entre edificios de viviendas y lugares de consumo no hay quien se interponga, so pena de quedar hecho un higo. Siento curiosidad y estoy en un estado semicomatoso post-merienda, de modo que me arrellano en el sofá y digo que adelante.
– ¿Realiza usted sus compras habitualmente en centros comerciales, doña Daurmith? -pregunta, muy correcto, el entrevistador. Le digo que, habitualmente, no. Me pregunta la frecuencia, el tipo de artículos que compro en ellos, dónde voy si no hollo (toma ya) uno de esos sacrosantos templos del código de barras, y otras indiscreciones. Contesto con mi mejor voluntad y va quedando claro que no soy precisamente el perfil de cliente que buscan. Pero él sigue, impertérrito.
– ¿Valora usted positivamente la presencia de un parking en el centro comercial, doña Daurmith?
– No.
Mi respuesta ha sido adecuada, correctísima, y clara, pero, tales son las trampas del lenguaje, las preguntas de Sí o No rara vez reciben una respuesta tipo Sí o No. El repentino y sorprendido silencio del entrevistador me indica que se ha quedado un poco descolocado, y como no tengo nada en contra de los teleoperadores como este, que realizan un trabajo pesado, mal pagado, desagradecido y embrutecedor, elaboro:
– Ni negativamente tampoco. Me da igual si hay o no parking; no tengo coche.
Nuevo silencio. Si estuviera en USA sería indicación de que el teleoperador está haciendo gestos desesperado a algún compañero, que le hace señas de «dale cuerda, que siga hablando», como en las películas, mientras el otro llama, yo qué sé, a un exorcista como mínimo. Pero no estoy en USA; este entrevistador lo que está haciendo es pensar.
– Ah. No tiene coche. Claro, entonces… -murmura para sí. Ha perdido el tono barnizado y maníaco que le indicaron debía adoptar durante el curso de formación; parece más normal mientras musita «Pues esta pregunta ya no tiene sentido, claro, ni esta otra…»
Cuando vuelve conmigo parece, no sé por qué, más animado, y su tono sigue siendo distendido, casi cómplice. Ambos empezamos a divertirnos mientras él pesca de su largo cuestionario aquellas preguntas relevantes para alguien sin coche y entre los dos encontramos maneras de responder a aquellas que no se pueden soslayar.
– De entre las siguientes opciones, ¿cuál valora más positivamente en un centro comercial, doña Daurmith? -me pregunta, y acto seguido se responde: -No puede ser la del parking, claro, ¿es cercanía? ¿Te pongo cercanía, doña Daurmith?
Me encanta el tuteo enredado con el doña. Me lee todas las opciones por si acaso, se adelanta a otras, «Esta no la va a responder con un diez, me parece, ¿verdad?». Verdad. Me arriesgo, visto que el guión le importa poco, a preguntarle si a él le parece más importante que un sitio esté cerca o que esté barato. Se organizan microcharlas alrededor de cada pregunta, dos o tres frases fuera de programa, luego vuelve a su trabajo para decirme dónde está el dichoso nuevo centro comercial. Que resulta ser al otro lado de la ciudad.
– ¿Cree usted que será cliente habitual del Centro Comercial PlanchaVisa(*), doña Daurmith?… No, ¿verdad? -me pregunta al final, resignado. Casi oigo su boli poniendo la cruz en la casilla del No antes de terminar la pregunta.
– No hay muchas posibilidades, no -admito, divertida. Me suelta la parrafada con sponsors de rigor y antes de despedirse agradece mi colaboración con voz en la que baila la misma risa que también chapotea en mi «de nada».
(*) Nombre supuesto.