Una héroe, eso soy, una héroe. O heroína. Una medalla tendrían que darme; en primer lugar, por madrugar: la maldición bíblica que el editor quitó de la Biblia. El original era «Ganarás el pan con el sudor de tu frente; y madrugando», pero al consejo de redacción le pareció ya demasiado y quitó lo del madrugón. Eso sí, la maldición se quedó, bueno era YHWH para estas cosas… ¿Por dónde iba?
Ah, el madrugón… Bueno, pasó, como pasan todos los madrugones, pero con el efecto secundario de los madrugones, o sea, sueño, de modo que por la tarde, a eso de las cinco, me dije, digo, «Me voy al Java Stop a por un café». Sí señor, eso dije; y uniendo la acción a la palabra, me fui. Cómo soy. Más decidida que Napoleón. Hacía una bella tarde, si tu concepto de belleza incluye un sol ligeramente pocho, pero menos da una piedra, y además habían cortado el césped y olía bien, a sangre de hierba. Eso, y la perspectiva del café, me hicieron enfrentarme con valerosa sonrisa a la ordalía de obtenerlo, ya sabéis, las veinte preguntas necesarias para determinar tipo, tamaño, calidad, grado de acidez, adminículos saborizantes, calidad de recipiente, alineación astral y modo de pago (y alguna más que me dejo). ¡Prueba superada! Con la mano protegida por una servilleta (el café se sirve a temperatura helíaca, si no la gente pone muchas demandas y cosas), salí del Java Stop y bajé con paso majestuoso (lo normal en mí, vaya) las escaleras que llevan a la salida del edificio. Y me detuve.
La lluvia, violenta, repentina, formaba una manta ondeante tan espesa que el aire parecía leche. Y yo sin paraguas.
Alguien menos molón que yo se hubiera rajado, o hubiera optado por refugiarse en los sofás de la sala común, o alguna otra solución cobardica y (ahora que he tenido tiempo para pensarlo) extraordinariamente sensata. ¡Pero no yo! ¡La Ciencia me esperaba en el laboratorio, en forma de un programa que nunca funciona y una reacción que nunca sale, y no podía dejarla abandonada! Metí el libro bajo la chaqueta, cuya cremallera subí, y, tapando con un dedo la abertura de la tapita del vaso de café (buen invento, por cierto), salí.
A los tres pasos me goteaba agua por la nariz. ¿Recordáis esas películas en las que el chico va paseando bajo la lluvia y siempre piensas qué tonto, por qué no se habrá metido en un café o algo? Pues igual. No: peor. El trayecto hasta el laboratorio era corto, pero al descubierto, y el agua parecía apuntar justo a donde yo estaba. Y con buen tino. Pronto tuve también los ojos llenos de agua, las cejas ya no servían de dique ni de nada, el pelo actuaba de acequia. ¿Habéis intentado sacaros agua de los ojos mientras en una mano sostenéis un vaso de café hirviente y la otra la mantenéis pegada al costado para que no se os caiga el libro que lleváis bajo la chaqueta? No lo intentéis: ya os digo yo que es imposible.
Parpadeando dos veces por segundo y sintiéndome rana, alcancé por fin el refugio del laboratorio y chapoteé hasta mi poyata, mientras intentaba secarme la cara con un hombro. En el trayecto me crucé con Pete, que procedió a demostrar una vez más el maravilloso arte de la conversación:
-¿Llueve? -preguntó astutamente al ver mi chorreante estado.
-¿Llover? ¿De dónde te sacas esas ideas? -dije, y seguí mi camino, goteando sobre el linóleo, no sin cierta dignidad.