Aunque adoro los días lluviosos de otoño, y este otoño estamos teniendo bastantes, cuando sale el sol también me pongo contenta. Sobre todo porque una puede sacar a pasear la cámara, ir a respirar algo de aire puro al monte, torcerse un tobillo en una piedra suelta, esas cosas.
Esta mañana nos hemos ido a dar uno de esos paseos otoñales relajados, con ánimo de disfrutar del día y de lo tranquilo que está el pueblo. Nos hemos bajado al río, a ver qué tal pinta el otoño, y como espero que podáis ver, el otoño pinta la mar de bonito por el Alto Palancia. De modo que hemos prolongado el paseo un poco, yendo monte arriba desde el cauce del río por un caminillo que atraviesa una pinada humilde pero trabajadora, fragante de tierra húmeda y musgo por las últimas lluvias, jaspeada de brillantes astillitas de cristales de yeso, susurrante de verdecillos. Un recodo del camino ofrece la vista que podéis ver en la foto, y tras recrearse un buen rato va tocando bajar, lo que hacemos con cierta desgana.
Al bajar nos encontramos con un colegio de excursión. Quizá varios, no lo sé. Cuatro o cinco grupos de unos diez niños cada uno, pastoreados cada uno por un docente joven y de aire agobiado. Cada grupo parecía dedicado a una actividad distinta, y uno de ellos, en el camino, se dedicaba a recoger ejemplares de fauna local.
Esta es una actividad que requiere mucha paciencia, no poca maña, y buenas dosis de sigilo y astucia. Os lo digo por experiencia. El grupo de escolares no poseía ninguna de estas cualidades. Chillaban excitados, revolviéndolo todo a su paso, trepaban por la ladera del monte con tanta cautela como elefantes, y cuando alguno de ellos conseguía una briznita de hierba con algún bichillo despistado encima, corría a enseñárselo a los compañeros, chillando ?¡Yo tengo una araña!?, o ?¡Mira, un caracol!?, o ?¡Mira, una hormiga!?, entre aspavientos, con lo cual el bicho que fuera salía despedido de la brizna de hierba y huía, es de suponer que renegando por lo bajo y deseando la vuelta de Herodes. Pero bueno, los chavales se lo pasaban bien.
Más allá otro grupo, considerablemente más tranquilo, estaba sentado en corro a un lado del camino. Escribían algo en sus cuadernos, muy aplicados. Cuando pasamos junto a ellos una niña, que nos había estado siguiendo con la mirada, se volvió a su compañera.
– Mira, personas – le dijo en voz baja, como maravillada por el descubrimiento. Y seguimos paseando bajo el cielo azul y los chopos muy amarillos, sintiéndonos personas de verdad.