Entre las muchas cosas que ya sabéis está el piano de cola que hay en la sala común del Memorial Union. Lo mantienen decentemente afinado y de vez en cuando alguien llega, se sienta y lo toca, con mayor o menor fortuna, aunque en general el nivel se mantiene bastante alto. Ya voy conociendo a algunos de los ejecutantes. Y hoy, con el buen tiempo, ha vuelto una de ellas, cual ave migratoria.

Es oriental. No me atrevo a precisar más porque vaya usted a saber si es nipona, china, vietnamita, koreana o thailandesa o qué, y estas cosas aquí se miran mucho. Es delgada, larga, tubular, y con su piel color marfil antiguo y sus andares lánguidos parece un anuncio de tisis. Siempre hace lo mismo: llega, y dos pasos antes de llegar al piano se descalza de dos patadas, lanzando las sandalias bajo la banqueta, y toca así, los pies descalzos sobre los pedales. Son unos pies muy largos y muy finos, flexibles como vides, que basculan sobre los pedales como con vida propia, mientras las manos desgranan agradables melodías tipo hilo musical. Sólo que hoy no; hoy, después de una de estas piezas así en plan «melodías de la naturaleza» se ha quedado un largo minuto quieta y rígida al piano, con los ojos cerrados, los pies indecisos, y de repente se ha arrancado a tocar una pieza complicada, romántica, que sonaba como a Liszt pero puede que no lo fuera, que ha empezado algo espasmódicamente para soltarse luego en una cascada de arpeggios que rivalizaba con las llamadas salvajes y lascivas de los estorninos en los arces que se ven por las ventanas francesas.