Me estaba comiendo yo un plátano mutante…
(A ver, un inciso: todos los plátanos son mutantes. Han ido mutando ellos, como tó quisque, y luego los hemos mutado nosotros a base de cruces y más cruces. El concepto de mutante, como el de la cordura, sólo tiene sentido en función de la norma del momento. Pero es que este plátano, además, era siamés. Eran dos plátanos en una misma vaina. Y mejor paro o algunos moriréis de un ataque de indirectas, que os conozco).
Decía. Que pensaba en esto de hacer mutar frutas para que sean más grandes, más jugosas, más portátiles (esa forma no es, estrictamente hablando, una mutación, aclaro), que maduren más despacio o que no maduren, que sepan más o menos, que hagan tal o cual o pascual… Tenemos una variedad apabullante de cosas cambiadas, moldeadas, redefinidas, a gusto o disgusto de los consumidores, y para el caso del disgusto prueben un tomate y cuéntenme.
A ver, que me despisto, y ya estaréis todos preguntándoos a qué viene la foto. Pues a mutaciones. Lo que véis ahí, esas ojivas falsas, esos ventanales ciegos de iglesia inexistente, es otro tipo de mutación, urbana en este caso. Corresponde a mi puente favorito de Valencia, el oficialmente bautizado como Puente del Reino, pero popularmente más (y mejor) conocido como Pont dels Dimonis, Puente de los Demonios, por las magníficas gárgolas tutelares que lo custodian. En una ciudad que tiende hacia el tópico florido, la construcción relativamente reciente de este puente fue un bienvenido chapuzoncillo en las aguas negras y frías de lo siniestro, en la belleza de lo potente, de lo profundo, de lo oculto. Que en Valencia la hay, y de sobra, (pasaos algún día a estudiar las fachadas de la Lonja), pero no está muy publicitada. Como debe ser, que estas cosas se desgastan a la luz.
Y anteayer me encantó descubrir que el puente es tan fascinante por debajo como por arriba. Una perspectiva de pilares con ojivas ciegas, estilizadas, como punto de fuga; la luz afilada de Valencia filtrándose por rejillas en el techo; hiedra, dando con soltura el toque romántico-decadente; un sarpullido de pintadas como exvotos feos aportando asimetría y cierto aire de clase media al impresionante entorno. Y sobresaliendo del techo hay hileras de cabezas de águila, iracundas, fijas, una formación en picado que asoma desde la piedra protegida por las bestias de bronce, arcángeles avianos desafiando materia y tiempo y emitiendo un grito continuo, omnipresente, tan fuerte que se convierte en el silencio en el que, sobrecogidos, caen los viandantes que pasan por debajo y reparan en los detalles, y mutan así el templo falso en templo real, por el sagrado poder del miedo.
Una pocholada de puente, vaya.
Me encanta cuando te pones romántica 🙂
Lo dices con tanta convicción que sería el único pretexto que tendría para viajar a Europa.
Escribes extraordinariamente original. Un lujazo leerte.
Me gustaría invitarte a ver la revista que dirijo, y de paso, si me escribes a mi correo, hacerte una proposición ( deshonestísima, por supuesto…)