Ponentá en Valencia. Los que conocéis este fenómeno sabéis de qué hablo: un viento seco, caliente como la boca de un horno, que te abofetea con plácido sadismo mientras intentas abrirte paso entre una sopa caliente hecha a partes iguales de viento y despiadada luz solar. Es como vivir en las entrañas de un dragón muy ventilado. Una intenta dar un paseo y se encuentra en una novela de H. Rider Haggard, en pleno capítulo seis, después de la preparación de la expedición y antes de encontrar los melones. Los que conocéis la novela sabéis de qué hablo.
Se puede intentar refugiarse en el aire acondicionado de algún centro comercial, pero es un alivio superficial, que te deja un frescor metálico y fugaz en la piel mientras que tus huesos siguen emitiendo rayos infrarrojos como una Eco Bola cualquiera. En realidad no funciona: el poniente ha entrado contigo, lo llevas enredado en el pelo, metido bajo la camiseta, en el bolsillo de los vaqueros. El poniente eres tú, una vaharada de aire caliente revestida de algodón que zigzaguea despistada entre las hileras de ratones inalámbricos del Corte Inglés. Los que conozcáis el Corte Inglés sabéis de qué hablo.
Cuando sales, las ráfagas te envuelven en un abrazo cordial, aunque en realidad no te habías alejado de ellas. La mente, cocida al vapor primero por el calor y momificada acto seguido por el viento, empieza pronto a desvariar y a pensar si Cthulhu (léase, según escuelas Cazulu, Chulu, o K-t-hul-hu) no habría inventado la ponentá en un momento de indigestión de horchata. Los que tampoco sabéis pronunciar Cthulhu sabéis de qué hablo.
Y cuando vuelves a casa con la piel machacada de sol y la cabeza llena de viento, y cierras todas las ventanas para evitar las hilachas de aliento febril que roban el poco fresco que queda, y te bebes un litro de agua fresquita sin respirar, y empiezas a pensar que, dentro de todo, parece que vas a sobrevivir al día, e incluso te planteas, por qué no, subir algo a tu bitácora, zas: desde la calle se cuelan los dis-acordes del Begin the Beguine. Los que leáis esta bitácora sabéis, ay, de qué hablo.