Cada vez pasa menos tiempo entre la aparición de un icono del terror y su conversión en alguna criatura de peluche con largas pestañas y ojazos brillantes estilo manga. Así es como mueren los monstruos: de risa.
Existe una especie de esfuerzo concertado por tomar cualquier cosa que dé, o que pueda dar, miedo, y proporcionar inmediatamente una contrapartida cómica. No me parece mal, la verdad; hay veces en que el ingenio demostrado en el empeño merece pagar el precio de la desaparición de un dragón o de un vampiro. Otras veces me entristece, como cuando se hace por moda, por reflejo, por epatar. Cuando no se hace con ese tipo de amor cruel y necesario que nos lleva a pintar bigotes a nuestros monstruos de la infancia; y cuando más me entristece es cuando se hace por razones mal entendidas como evitar un trauma a los niños. Esto es no entender los cuentos de hadas. Chesterton lo dijo muchísimo mejor que yo: «Los cuentos de hadas son más que ciertos; no porque nos dicen que existen los dragones, sino porque nos dicen que los dragones pueden ser vencidos».
Siempre me siento algo estafada cuando en las nuevas historias que van apareciendo el Enemigo resulta ser, desde el principio, un peluchito que sólo quería una palmadita en la cabeza o, -terrible frase, traducción nefasta de una expresión nefasta- «pertenecer a alguien», y su anterior pose asustante producto de nada más que de un malentendido. Y de repente, como en una epidemia de varicela, los niños empiezan su viaje por los cuentos adoptando al dragón, sacando a hacer pis a los perros de Tíndalos, bailando un alegre musical con los fantasmas, amando al vampiro, jugando al sambori con Nyarlathotep, abrazando a la momia, jugando con el zombie.
Hay que reírse de los monstruos. Pero no porque empiecen dando risa, sino porque ya vencimos el miedo que nos provocaron.
(Dedicado a El Pez, con mis disculpas; no era mi intención agriarle el domingo)