Grass Car Corvallis tiene, ahora mismo, muchos puntos a favor. Uno, evidentemente, soy yo ([/sarcasmo]). Otro es el creador del Flying Spaghetti Monster (sí, sí: estudió en la Oregon State University de mis amores, y vive aquí también). Otro es lo que véis en la foto: ¡el Grass Car!
Me dicen, y habré de creerlo, que este coche, cubierto de césped sintético (AstroTurf, que le disen por aquí), y que funciona con biodiesel, protagonizó un artículo de National Geographic, ¡ahí es nada!
La cosa es que ayer, que era festivo aquí (Labor Day, en la grafía nativa), iba yo dando un paseo más bien largo, vagabundeando por calles nunca recorridas antes, y encontrándome con los sospechosos habituales: casitas, césped, macizos de flores multicolores, árboles, campanillas de viento, y demás adminículos de la vida urbana corvallina. O corvalliense. Hasta que, al doblar una esquina, zas, me doy de bruces con el ecocoche este. Encantada por mi encuentro con tal celebridad, empecé a hacerle fotos desde todos los ángulos (innecesarias, en realidad; se ve claro lo que es con una sola foto, ¿a que sí?).
En estas estaba yo cuando oí una voz detrás de mí que gritaba, con aire amistoso:
—¿Trabajas para la revista Time?
Me volví para ver, en el jardín de la casa de enfrente, a dos vecinos tomando tranquilamente vino y queso, disfrutando del sol mentolado de la tarde de verano. Respondí cualquier tontería, y el que había hablado, un hombre en la cincuentena, bronceado y con bigote, respondió a su vez, y nos pasamos un ratito bromeando. Finalmente, me ofreció una copa de vino y un poco de queso.
El vino era un Merlot pedestre pero agradable, el queso tenía semillas de algo pero combinaba bien. El otro vecino era masajista y estaba punto de irse de vacaciones a estudiar técnicas de masaje en Canadá y Hawaii. Mi anfitrión, que respondía al improbable nombre de Lolly, y cuyo bronceado se debía a largas estancias en California y Brasil, me comentó que el dueño del coche-césped atiende por Jacques y ahora mismo se encuentra de viaje por Francia con su mujer. Se interesó por mi acento, hablamos un poco de las diferencias entre el español y el portugués, el masajista me preguntó por los organismos genéticamente modificados y yo escuché un montón de teorías a cuál más peregrina sobre un jardín del edén en la tierra si todos viviéramos acorde con los dictados de la Madre Naturaleza. Leí un par de folletos de una conferencia alternativa a más no poder en California, comentamos las ventajas de tomarse la vida con calma y sentarse al sol a saborear un vinito, y nos despedimos como amigos pero a la americana, es decir: para siempre.
Luego, repleta de vino, sociabilidad, y falacia naturalista, comenté mi pequeña aventura con mi actual anfitrión, que se quedó un tanto sorprendido. Por muy amigable que sea Corvallis, estas cosas no pasan muy a menudo. Quizá fuera el aura de biodiesel.