Hoy he asistido a una videoconferencia. La primera, jatetú.
Os diré: soy muy de cacharretes. Me encanta la tecnología, y esto de las videoconferencias, que me parecía magia en la niñez, debería ser algo así como un día de fiesta para mí. Pero luego llega la realidad a jodfastidiar nuestros ingenuos sueños infantiles.
En este caso la realidad llamó a la puerta la semana pasada, cuando llamé a los BOfH de mi trabajo para aprender a usar la sala de videoconferencias. Lo que sigue es una transcripción de la llamada:
—Hola buenas, soy Daurmith, de La Biblioteca de Babel. Es que tengo una videoconferencia la semana que viene y querría sab…
—PUTO VOS ESSE MOLESTISSIMOS, QUE MIL ESCORPIONES TE ARRANQUEN LOS OJOS Y SATANÁS TE LLENE EL CRÁNEO DE LAVA, ESCORIA INMUNDA, ¿ACASO EL LODO PODRIDO QUE EN TI PASA POR CEREBRO NO SABE QUE HAY QUE LEER EL MANUAL?
Joer qué susto.
—…Es que dice que si es a un externo os llame a vosotros.
—DEODAMNATUS, SIEMPRE IGUAL. PUES NO SE PUEDE.
—¿El qué?
—NADA. NO SE PUEDE NADA. DESISTE. VUELVE AL POZO DE PUS DEL QUE SALISTE. QUALEM BLENNUM!
Toneladas de azufre y llanto y crujir de dientes después nos aclaramos; es que la sala de videoconferencias se conecta con quien quiere, y con quien no, pues hay otro programita que puede arreglarte la papeleta. Pero claro, ese programita no usa la tecnología de la sala de videoconferencias, sino el micro y el altavoz del portátil. Hoy, tras heroicos esfuerzos, logro conectar el altavoz del portátil a la tele. El resto se queda donde está, pero, mirabile dictu (ay, perdón), conseguimos conectar.
En la pantalla se ve una preciosa y nitidísima imagen de nueve personas sentadas a una mesa y mirando todas a cámara con cara de tortícolis incipiente. Una de ellas abre la boca.
Un segundo después, los altavoces crujen:
—Mnoshmund ilmermgm num ordngs.
Yo digo «¿Hola? ¿Me oís?» con perfecta imbecilidad.
—MNOSHMUD SHRMGRUED JRM LUUG.
—Es que no os oigo muy bien…
—GNAGNAGNAGNAK NMNUN BOM. ¿VOSHMEGNUSH?
Si no miras a la pantalla el desfase imagen/voz no molesta nada. Acercándonos al micro hasta desaparecer de la pantalla o hasta que se ve solo una enorme oreja, y hablando por turnos, conseguimos entendernos más o menos. Cuando la charla se hace generalizada ocurre que la gente se despista un poco y se les olvida a acercarse al micro. Entonces yo me echo atrás en la silla y disfruto del rumor del mar que se oye por los altavoces, apenas roto por algún ruido que suena como «GRUAM» o a veces «FOSHBROLMFGSH».
Al terminar, cada uno ha entendido lo que ha querido de lo que ha dicho el otro y la videoconferencia acaba en un espíritu la mar de amigable. Yo las recomiendo mucho. Relajan.