No pensaba escribir este tipo de entradas, comparando los dos mundos que he pisado, pero supongo que, aunque ramplonas, son inevitables. Se queda una mirando cosas que conoce de toda la vida e inmediatamente le salta un grupito neuronal que le dice «Pues en Corvallis…» Las cosas en las que antes no me fijaba cobran ahora una relevancia inusitada y resultan novedosas, no por serlo, sino por el sobresalto que supone reparar en ellas, como un pez que de pronto se dice «¡Leñe, si resulta que esto es agua!»

El olor de Valencia, ese olor blando y tibio a agua de río, vegetación podrida y niebla lastrada por humo de escape, me recibió nada más bajar del tren, y fue el primer sobresalto, y el momento en que la vocecita empezó, toda sibilina, «Pues en Corvallis el aire no huele a nada, es limpio y como de cristal». Luego llegó una avalancha sensorial de gente, socavones, fachadas como pasteles de boda o como escenarios de Fellini, estaciones de metro rutilantes, monumentos limpitos que muestran piedra color miel donde antes había sombras de hollín, parques nuevos, parques viejos, pedestales cubiertos de grafitti, farolas por todas partes, y siempre presente, el olor de Valencia, a alcantarilla y pan recién hecho, a humanidad y tronco de palmera, a plastas de perro (muchas, caray, la población canina de aquí anda algo suelta o los dueños son bastante poco cívicos), el olor seco y repitiliano de las palomas, el olor a verduras frescas del mercado, los olores mezclados a pescado, café, y plato del día.

Y los sonidos: gente, radios sonando a todo volumen desde las ventanas, gritos de balcón a balcón, motos pasando, coches, más coches, el retemblar de las pocas persianas metálicas que no están bajadas a cal y canto este mes comatoso de Agosto. Las conversaciones cotidianas y fascinantes de las abuelas que van juntas a hacer la compra, seguidas por el runrún de los viejos carritos de la compra que arrastran. Los niños (¡hay niños! En Corvallis están todos bien guardados y los que ya andan solos sólo aparecen cuando van o vuelven del cole), chillando con la voz penetrante que sólo poseen los niños y algunas banshees. El ruido lejano de los escombros al caer en alguna obra, puntuados por las voces de los obreros, «¡Tiraaaaaaa!». Los nuevos acentos del barrio, que ha adquirido un sarampión extraño de locutorios telefónicos y puntos de envío de dinero, a la par que unos acordes ecuatorianos a la cacofonía de voces (en Corvallis hay muchos más colores, muchísimos más acentos, y ni un solo locutorio telefónico). No hay paz, ni tranquilidad, ni oscuridad. En Corvallis, de noche, está oscuro. Aquí las farolas de luz de sodio tiñen de un continuo naranja la tibia bruma nocturna y son escenario para las cacerías de las salamanquesas.

Pero anoche, cruzando la Gran Vía, el ruido del tráfico no podía ahogar el sonido limpio, líquido y vibrante de un grillo que iba de serenata. Y en Corvallis, con su silencio y su aire puro y sus árboles majestuosos, no hay grillos.