Oficialmente, ya sé que estamos en primavera. Extraoficialmente, Corvallis aún no se ha dado por aludida. O más bien sí, pero a ratos. El último rato ha sido de sordera climática, es decir, cuatro días con lluvia, nubes, rachas de viento helado, más lluvia, más nubes, y de vez en cuando un sol mustio de color cemento.
Esta mañana, sin embargo, parecía que las cosas iban a cambiar: el sol salió de color mantequilla (de la baja en calorías, algo blanquecina), y ejerciendo de sol, o sea, calentando un poco. Una tibieza tímida de principio de gripe, pero tibieza al fin y al cabo. Y yo tenía reunión de laboratorio, así que en lugar de irme a dar vueltas un poco tontas por el campus buscando parches soleados, me tocó sentarme en una sala espantosamente profesional a mirar transparencias. Más o menos tres cuartos de hora después perdí el oremus, el norte, y todo lo que se puede perder, y con la cabeza mimada por el sol que entraba a mis espaldas, me dediqué a soñar despierta mientras miraba mi sombra, de contorno mordisqueado por las rayas horizontales de la persiana de láminas.
Ahora el sol ha vuelto a palidecer, seguramente cansado por el esfuerzo. A pesar de todo, el campus está asquerosamente primaveral, todo lleno de flores de colorines y de alumnos en sandalias; y para colmo están pintando el departamento, y han revestido las jambas de las puertas de una mano descuidada de pintura rosa chicle, mientras esperan la capa definitiva de color rojo oscuro. Tengo que reprimir un fuerte impulso de llenarlo todo de pegatinas de Hello Kitty; para desahogarme, salgo del edificio y hago fotos a arañitas de color gris perla que se agazapan en el envés verde cobrizo de las hojas nuevas, tan hartas del nublado como yo.