Son tiempos revueltos por todas partes, leer el periódico es sinónimo de querer trasegarte una botella de vodka a gollete sólo para que se te pase el susto, y estamos todos aprendiendo palabras nuevas cada día, todas ellas relacionadas con lo mal que van las cosas. Vale.

Yo he desaparecido estas semanas por falta de tiempo, como siempre; un valor este -el tiempo- que considero cada vez más precioso. Pero entre susto y susto de titulares, no para de rondarme por la cabeza la caída libre en que ha entrado la ya de por sí comatosa investigación española. Es algo que me tiene triste, preocupada, cabreada y sobre todo asustada.

Veréis. España no es un país muy rico en recursos naturales; tampoco es rico en agua dulce, y probablemente sea cada vez más pobre a medida que avance el cambio climático. Carece de muchos de los felices accidentes geográficos o geológicos que dan a otros países riqueza en forma de yacimientos de minerales estratégicos, de combustibles fósiles, de caladeros excepcionales. Qué le vamos a hacer; el planeta es como es y nosotros vivimos aquí.

Pero hay una cosa que España sí que tiene, y que tiene el mismo potencial que el mejor recurso del país más rico y avanzado que hoy por hoy pueda existir; un recurso poderosísimo que puede poner a cualquier país a la altura de los mejores del mundo. Un recurso que puede generar riqueza real y duradera y que no depende de tener tal o cuál yacimiento o cultivo.

No, no hablo de Gran Hermano.

Cada año nace en España aproximadamente medio millón de científicos. Quinientas mil mentes despiertas, curiosas y con ganas de aprender, capaces en potencia de aprovechar el conocimiento científico acumulado por el mundo durante unos pocos siglos y ponerlo al servicio del desarrollo y la prosperidad del país.

No somos capaces (nunca lo hemos sido) de aprovechar ese recurso, que es renovable al 100% y muchísimo más eficiente que tener yacimientos (finitos, siempre) de cualquier cosa. Cada vez que alguien se propone hacer algo al respecto choca con una inercia de siglos y una actitud apática y basada en el corto plazo y en el beneficio inmediato. Y como el beneficio inmediato nunca funciona, porque la investigación científica no funciona así, dicen aquello de «esto no es rentable» y lo paran.

La investigación no es un tren. No puedes pararla y esperar no haber perdido terreno cuando vuelvas a arrancar. La investigación, que debe nutrirse de un sistema educativo en el que se fomente la curiosidad y el pensamiento crítico (no al revés) es una carrera de fondo, difícil y poco llamativa en general (con sus excepciones). Pero consigue que, primero, se puedan gestionar de la mejor manera posible los recursos que haya disponibles en el territorio, y segundo, que se busquen y se encuentren maneras de aprovechar todo lo que no se creía aprovechable. Y consigue curar mejor, y prevenir más, y descartar soluciones poco eficientes, y alimentar a más gente con menos agua y peor suelo, y -muy importante- transmitir la idea, real y bellísima, de que tenemos a mano lo necesario para hacer cosas que no podíamos ni imaginar hace cinco, diez, quince años. Basta con tener esas mentes curiosas e inquietas aquí, en casa, rebuscando debajo de las piedras, hablando con el resto del mundo, transmitiendo su entusiasmo y sus ganas de entender y de aprender y de enseñar.

No hace falta que sea medio millón, pero hace falta que estén. Que se vayan, aprendan, y vuelvan. Que se traigan a gente de fuera que venga a aprender aquí porque aquí tengamos cosas que enseñar. Que la gente quiera venir aquí a investigar, en vez de irse.

¿Es caro? No. Es baratísimo. Eso sí: cuesta mucho dinero. Pero es baratísimo.

Derek Bok, ex-presidente de Harvard, decía «Si crees que la educación es cara, prueba con la ignorancia». Y añado yo: «Si crees que investigar es caro, prueba a no hacerlo». Aquí en España llevamos demasiado tiempo probándolo. ¿Qué creéis? ¿Nos funciona? ¿Seguimos así?