Mientras el mundo, es decir, la parte del mundo que no soy yo, se encamina inexorable hacia la navidad, decorando cada casa y cada jardín con todas las variaciones posibles de «veamos-cómo-podemos-usar-lucecitas-de-la-forma-más-hortera-posible», el cielo insiste en luchar contra la tendencia de la gente a pintarlo todo con colores de club de carretera, y lo hace contraatacando con elegantes amaneceres en tonos plomo y latón, y midiendo con cacitos la luz de la mañana. Y el caso es que llevo cosa de una semana desperdiciando oportunidades perfectas para meterme con la vil comercialización de las navidades, y la superficialidad de la gente, y la pérfida gran empresa que nos crea necesidades inexistentes, y demás perlas de sabiduría que reaparecen, cual champiñones tras chaparrón, en estas y otras fechas tan, tan, pero tan señaladas.
Pero ¿sabéis qué? Que no me apetece. Que aunque sea más verdad que pi, otras plumas hay que explican esas cosas mejor que yo y con más razones que yo. Yo voy a dedicarme a comprar regalitos para la gente a la que creo que le harán ilusión, porque me apetece que algo les haga ilusión; voy a leer libros y tebeos de los buenos, de esos que te anclan a las páginas como si fueran velcro; voy a comer el turrón que mis papis me han enviado desde España a guisa de kit de supervivencia, y a invitar a los compañeros del laboratorio para que sepan lo que es bueno y se dejen de comer tanta porquería embutida de canela; voy a ver películas que me gustan, sean o no de temática navideña; y voy a pasear por las calles desiertas de Corvallis, indecisa entre dejarme acariciar por el aire gris terciopelo del invierno, o quemarme las retinas con los colores chillones, saturados y enternecedores, de los escaparates.