En la reciente entrevista que me hizo Terisa recordé uno de mis motivos para empezar una bitácora. Y tenía mucho que ver con el ambiente extraño, de necesidad e información inmediata, que fueron las bitácoras durante ese día y los posteriores. Recuerdo la energía nerviosa de la gente, tecleando cosas casi al minuto. Los que estaban allí y los que, no estando, querían estar o querían saber. Recuerdo un post en no recuerdo ya qué bitácora -vi tantas esos días-. «Man, oh man«, decía simplemente. Las palabras eran un enlace a otra bitácora que se actualizaba al segundo, o casi. Nadie analizaba aún; fueron horas de pedir datos como quien pide pastillas contra la sensación de irrealidad, de efecto especial, que tenían las imágenes por la tele.
Algernon anda preguntando a la gente dónde estaban ese día. Una pregunta que me hicieron a mí el año pasado y que no respondí, no recuerdo por qué.
En la Costa Oeste no eran aún las seis de la mañana, y yo no suelo estar despierta a esas horas. Me despertó el teléfono.
-Se acaba de estrellar un avión contra las Torres Gemelas -me dijo la voz de mi padre, sin preámbulos.
-Anda ya -dije yo. Reacción disculpable, dentro de todo. Y encendí la tele.
No recuerdo la conversación a partir de ese punto. Muchos «buf», me parece que hubo. Mientras tanto chocó el segundo avión. Se hundió la segunda torre. Se hundió la primera torre.Todo iba muy rápido, y de común acuerdo no hablamos de hacia dónde.
En cuanto colgamos llamé al apartamento de mi vecino Pablo. A él le había llamado su hermano. Vimos un rato más las imágenes, y, sí, también comentamos lo mucho que se parecía a un efecto especial.
-¿Vas a ir al lab? -dijo Pablo. Era martes, y los martes tenemos lab meeting a las nueve menos cuarto. Era casi la hora. Nada me apetecía menos que ir al laboratorio, pero aún menos me apetecía quedarme sola en casa. Como todos a partir de aquél día, y durante las semanas siguientes, tenía la necesidad de estar con gente. Cogí mi walkman, lo sintonicé en cualquier emisora de radio (todas se ocupaban de lo mismo), y escuchando crónicas de gente ya centrada en labores de rescate, me fui al laboratorio. Hacía un día precioso.
Éramos tres en el lab meeting. Mi jefe miraba a la mesa y parecía enfadado. Aún hoy me queda la impresión de que parte de su enfado se debía al hecho de que los terroristas le habían estropeado el lab meeting; le encantan los lab meetings, a mi jefe. El ponente no apareció. Yo no me quité los auriculares. Había un ambiente como de funeral, nadie se atrevía a hablar. Nadie sabía, creo, si hablar de los muertos que acababan de morir o de los que todos nos temíamos que empezaran a morir a partir de entonces.
En el laboratorio estaba Iovanna, y con ella sí hablé. Era la única que parecía dispuesta a hablar, el resto trabajaba en silencio. Hablamos, pero no creo que dijéramos nada con mucho sentido. El día no cundió mucho, de todos modos. Agoté las pilas del walkman.
Al día siguiente hablaba todo el mundo, como si se les hubiera pasado el shock. Parecía una constante. Nos parábamos en los pasillos para hablar, aunque fuera del tiempo; lo nunca visto aquí. Aparte de las manifestaciones de dolor más teatreras (y aquí siempre las hay), la puñalada en la moral de la gente llegó hasta el hueso. Pillé a Jaylene llorando en su mesa.
Conocidos míos por todo el país empezaron a hacer acto de presencia en las listas de correo y foros donde conversamos. Íbamos pasando lista, preguntando por la gente que sabíamos que vivía en NY. Variaciones sobre el mismo tema, ya os podéis hacer una idea, pero todos reaparecieron. Menos David (un amigo que vive en San Francisco), que ese día perdió a cuatro de sus mejores amigos y no volvió a ser realmente el mismo.
Durante las siguientes dos o tres semanas la gente a mi alrededor tenía el ánimo negro. Aparecieron horterísimas banderitas por doquier, pegatinas de «United we stand», soflamas más o menos patrioteras. Las mujeres hablaron mucho. Los hombres callaron mucho más. USA se toma muy en serio el juego de roles, y cada uno jugó bien el suyo.
Fueron días en los que lo que predominaba era la sensación de cambio, de crisis. Luego se fue pasando la cosa. Las banderas se quedaron, eso sí. Quizá un tercio de las que lo empapelaron todo desde el 12 de Septiembre se quedaron para los restos. Ahí siguen, en las casas, en los coches.
Hoy, dos años después, no hay nada que reseñar aquí. Si se me hubiera ocurrido, ayer hubiera hecho una foto de una calle principal de Corvallis, y hoy otra, y las hubiera puesto juntas. No habríais notado sarpullidos de banderas, ni leyendas patrióticas pintadas en carteles, ni nada. Sólo notaríais que hoy hace una tarde preciosa.
Jo, qué bueno.
Yo llevo dos días empapándome de reportajes sobre el día en cuestión y sigo alucinando con las historias personales. No me importa tanto (que sí) el hecho en sí del ataque, sino todo lo que se desarrolló alrededor a nivel humano, y por ese tipo de cosas, los gringos me siguen pareciendo alucinantes (a veces)