Voy a la Residencia una vez por semana. Antes iba más, pero me dijeron que ya no sería posible, que no había presupuesto, que si los recortes…
Aun así hacemos lo que podemos, como podemos. Hay pocos medios pero mucho entusiasmo. El personal está motivado a pesar de todo, y yo siento que tengo que estar a la altura.
¿Cómo no estarlo? La gente suele considerar la Residencia como un lugar deprimente, horrible incluso. Pero es hogar de muchas historias, de muchas vidas y años. Todos los residentes tienen algo que contar, algo que compartir, cada uno a su manera. Yo siento que parte de mi salario son esas historias y vidas compartidas.
Es triste que la única persona con preparación especializada tenga que ir una vez por semana; el resto del tiempo el personal hace lo que puede, con pocos medios y mucho entusiasmo, siempre pendientes de los recortes. Aun así, cada semana tengo siempre cola en la pequeña consulta-laboratorio de la Residencia. En otras épocas tenía medio sótano para mí, bien equipado. Ahora se hace lo que se puede. Pero hay mucho trabajo.
—Yo es que tengo el corazón…
—Es que no puedo con el hígado…
—Es que el páncreas este…
Yo les explico lo de los recortes con paciencia; algunos no recuerdan lo que pasó la semana pasada, mucho menos el año pasado. Ayudar, cuando se puede, es siempre un alivio. Echo mano de lo poco que hay, pero además los residentes se ayudan unos a otros, algunos familiares contribuyen como buenamente pueden, el personal hace expediciones clandestinas para conseguir recursos a base de contactos personales o pequeños chanchullos. No deberían, y yo no debería saberlo. Nos podemos meter todos en un lío.
Pero hago la vista gorda porque cuando un residente te mira y sonríe y dice que ya no le duele al respirar, que nota su corazón fortalecido, que por fin puede ver mejor por el ojo que le daba problemas, todos los sinsabores se pasan. Por bueno que sea mi salario, ningún dinero del mundo puede pagar la sonrisa que te dedican, ni las palabras dichas con sencilla dignidad:
—Gracias, Doctor Frankenstein.
Es lo mejor del mundo. Con el corazón en la mano os lo digo.