No es un secreto para nadie, y tampoco es la primera vez que se dice, que el tiempo transcurre de manera diferente en las ciudades que en los pueblos. Ni es tampoco un hecho que tenga mucho que ver con Einstein, pero es igualmente cierto.
Por eso, cuando me vengo al pueblo, nada más bajar del tren ya se me posa sobre la piel, a pinceladas de brisa, una capa sedosa de tiempo tranquilo, y por muchas ganas tenga de llegar a casa suelo recrearme en cada paso del breve, brevísimo trayecto. Y menos mal, porque si no lo hubiera hecho, me habría perdido esta perla.
Os pongo un poco en situación, ¿vale? De la estación al centro neurálgico del pueblo hay quizá cinco minutos escasos, y eso si no te das prisa alguna. A mitad de camino está el Ayuntamiento, en una bonita villa recién remozada. Toda esa calle tiene anchas aceras nuevas pavimentadas de baldosas rosadas, farolas de hierro forjado, y bancos de estilo modernista para sentarse a descansar y disfrutar un rato de la dulzura de estos días cálidos de sol amelocotonado.
En uno de estos bancos había sentadas dos parejas de mediana edad. Estaban muy serios, mirando al frente, en silencio, formando un friso-homenaje a los años cincuenta mientras yo me acercaba. Y justo cuando estaba pasando por delante, uno de los hombres resopló con el aire de quien se dispone a acometer una difícil tarea, se dio una palmada en los muslos, se levantó, y miró a sus hieráticos compañeros de banco.
– Bueno, qué – preguntó con aire decidido-, ¿vamos para el pueblo?
Según todas las definiciones urbanísticas que en el mundo han sido, no había manera humana de que no estuvieran ya en el pueblo. Cien metros más allá de donde estaban ellos se encuentra la plaza, con el olmo de casi trescientos setenta años que nos sirve a todos de corazón. Pero así son las distancias cuando pasan por el tamiz del tiempo relativo del Alto Palancia; las tardes se alargan como gotas de miel, y traen con ellas una sensación de atemporalidad que convierte dos minutos de paseo en casi una experiencia vital.
Seguí mi camino con una sonrisa aligerándome los pasos, doblé el recodo de la calle, y cincuenta metros de vida serena más tarde estaba en casa, arropada en un mundo tan pequeño, tan hondo, y -a su manera- tan extraño y evocador como cualquiera de las singularidades espaciotemporales que nos regala el Universo. Y es que, a veces, lo que tenemos más cerca es tan difícil de entender como lo que tenemos más lejos.
Y más que se alargan las tardes con un vasito de horchata fresquita 😀
No te puedes hacer una idea de lo tranquila que me siento después de haber leído tan agradable paseo. Adoro las realidades paralelas en las que todo está inundado de calma.
Algernon, mmm, qué rica 😛
Que cosas, precisamente el otro dia me acordé de mis estancias «pueblerinas» y lo que echaba de menos esa sensación que describes.
Kheledul, es que es una de las cosas que más se recuerdan. A no ser que vayas en pleno verano o en fiestas, claro. 😉
en cuanto los ninios de las motitos con tubarrrrrrrrom rrrrooom me dejen, te prometo que dejaré de oir la tarde de primavera en el pueblo, para pasar a «escucharla». La foto, como el martini, invita…
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