Qué poco duran los libros ahora, jo. En mis tiempos, un libro duraba dos, tres semanas… Ahora se acaban en nada, como si fueran conguitos. Y eso que lo hce durar, porque había que lavar ropa y cocinar y demás… Pero nada, se terminó así ¡piuf!, como un conguito. No somos nada. Ayns.
Para colmo es un libro-trampa, de los que te llevan a caer en el L-espacio (véase Terry Pratchett), y ahora ando con el gusanillo de leer algo de Daniel Dennett, y algo más de Peter Medawar, cuya elegante mala leche me atrae, qué le vamos a hacer. El problema (y sí, es un problema) es que ambos se pueden encontrar en la Biblioteca del campus, y entonces ¿cuándo trabajo, eh? ¡Injusticia, es una injusticia, os digo!
Debe ser el otoño; el fresquito del aire, la vuelta de las lluvias (ah, esos salpicones de barro en el camal del pantalón, ese pisar por despiste el césped empapado en el que te hundes hasta el tobillo… qué bucólico todo), la tímida pero ya perceptible presencia de protoalumnos en misiones de descubierta por el campus para averiguar dónde están los servicios y las cafeterías y los libros de texto y las clases. Los árboles aún verdes, pero mirándote de reojo con aire de estar pensando «espera, espera y verás». Las averías en la inteligencia de mi edificio, que estos días ha decidido que estamos en plena ola de calor y nos ha puesto el laboratorio a 15 C sin exagerar (todos trabajando bien arropaditos -sobre todo Stephanie, que es friolera- y quitándonos el abrigo para salir a la calle). Todas estas cosas conspiran y me suben la moral, a pesar incluso de la exposición de, os lo juro, colchas de retales patrióticas que hay ahora mismo en el Memorial Union. Incluso eso tiene su punto, no creáis.
Como sabéis todos los que hayáis visto una película de pioneros, las colchas de retales son la repera, un ancla cultural americana. Las mujeres con cofia se reunían en una casa a coser trocitos de tela en diseños la mar de, um, elaborados, y poner verde a todo quisque, o lo que se tercie. En Único Testigo hay una escena de esas. Ahora lo de la cofia ya no se lleva tanto, a menos que seas amish o mennonita o similar, pero la colcha sigue, sigue. Como el conejito Duracell.
Como cualquier labor artesanal, la habilidad necesaria para completar una de estas piezas es admirable, casi tanto como la paciencia que hace falta, aunque el resultado final pueda ser estéticamente, um… discutible. Y si ya para colmo se establecen condiciones previas para el diseño, como en este caso, no hay salida: el resultado sólo puede ser admisible visto bajo el tierno y pegajoso velo del patriotismo más ramplón.
Tener que hacer una colcha que tenga la bandera americana como fuente de inspiración tiene mucho delito. Pero las aguerridas… colchólogas (o colchólogos), o lo que sean, no se han arredrado, y la exposición del Memorial Union está bien trufadita de todas las variaciones posibles que se pueden hacer con el rojo, el blanco y el azul como colores, y las barras y estrellas como forma de retales. Todo sazonado con, a elegir, frases patrióticas bordadas en hilo dorado, ositos de peluche cosidos a las esquinas de la colcha (lo sé, osito, es terrible, pero es lo que hay), flecos, cenefas, estampas históricas, y fotos de familia. Y por si no nos hemos enterado bien, cuadritos en los que las bordadoras (y bordadores) explican la motivación profunda detrás de cada obra.
Verbigracia: una de las cosas que había era una colcha de cama con cortinas a juego. Bueno, «a juego»… Valdría la expresión si el juego en que estamos pensando es el Quake II, o el Silent Hill, o alguno similar en dulzura, elegancia y belleza. Espantoso. Algo para dar pesadillas a un hippie en pleno viaje de LSD. La artífice explicaba que desde que su hijo marchó a Irak se sintió inspirada, casi podríamos decir llamada, a realizar semejante bodr… esto, labor de amor. Y que, en cuanto su retoño vuelva del peligro con un permiso o algo, colgará las cortinas en su habitación para que tenga presente tal muestra de patriot(er)ismo. Pobre criatura; estoy por decirle que mejor no vuelva.
Los horrores de la guerra tienen inesperadas, pero no menos terribles, ramificaciones, estoy descubriendo.