El otro día comí en el Ruby Tuesday, ahora que me acuerdo.
Interior del Ruby TuesdayNunca os he hablado del Ruby Tuesday. Fui allí por primera vez con Pablo, gran amigo, ex-vecino y ya vuelto a la patria. Me dijo Pablo «Han abierto un restaurante nuevo, ¿vamos a ver qué tal?», y dije yo, «Bueno», y fuimos a la calle nueve.
Efectivamente, había un restaurante nuevo. En uno de los que aquí se llaman strip malls había aparecido de la noche a la mañana, como un champiñón, un edificio grande y amigable color moka y verde con grandes letras rojas sobre la puerta: Ruby Tuesday. No sé por qué se llama Ruby Tuesday; quizá por la canción de los Stones. En todo caso, no sé muy bien por qué, pero el nombre siempre me trae a la memoria la canción «Sunday Bloody Sunday» de U2. Bloody Sunday, Ruby Tuesday. No sé.
Ese primer día el restaurante nos recibió con buenos modales. Las ventanas tenían toldos a rayas. Emanaba del interior un olor mezcla de Old Glory, orgullo nacional, y gente limpita. Entramos y nos aposentamos en uno de esos cubículos-ataúd, que son parte de la Experiencia Americana y que pondrían en serios apuros a Beau Brummel o, en general, a cualquiera que intente sentarse o levantarse de manera medianamente digna.
¿Véis la foto? No es el del Ruby Tuesday de Corvallis. Pero podría serlo. Todos podrían serlo. El Ruby Tuesday, que apareció como un grano, colorido y sin avisar, de repente mostró todas las características que los creacionistas desean desesperadamente que sean ciertas para los fósiles: aunque no llevaba en existencia ni una semana, según todos los indicios siempre había estado ahí.
Me explico: esa primera vez, cuando entramos, y mientras esperábamos la comida, miramos alrededor y nos dimos cuenta inmediatamente de que la decoración daba a entender el siguiente mensaje:
«Estás en un restaurante de ciudad pequeña, donde todo el personal conoce tu nombre y tu plato favorito. Las paredes están cubiertas de fotos antiguas y artículos deportivos desgastados, porque las innumerables generaciones de propietarios han ido colgando, con paternal orgullo, las muestras del éxito de sus hijos, de sus amigos, o de su alma mater. Las fotos en blanco y negro, puntuadas de cagaditas de mosca, son el tributo a las valientes generaciones que sobrellevaron con espíritu de pionero los rigores de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial y que nunca serán olvidadas. Ese anuncio de cerveza es un toque de color que recuerda a los patrones habituales que este es su hogar lejos del hogar. La misteriosa foto de una joven sonriente con lazo en el pelo y calcetines es el único indicio que queda de una triste historia que quizá algún día, si lo mereces, el amable propietario te contará, cerca de la hora del cierre, mientras compartís unas pintas de la cerveza especial de la casa y filosofáis sobre la vida. No sólo has venido aquí toda tu vida, sino que tu padre, y el padre de tu padre, han venido aquí con la familia algún fin de semana. El lugar destila pura esencia de hombres trabajadores, nobles y honrados, y de mujeres hacendosas, sumisas y amantes. Esa mesa de la esquina es tu favorita, y aunque la superficie esté prístina y lisa como un lago de chocolate, te puedes creer perfectamente que alguien grabó en ella subrepticiamente un corazón con iniciales en 1953. No has venido nunca aquí; pero nunca te fuiste.»
Como la tradición, la estabilidad, y los valores clásicos de la sociedad estadounidense son apreciados, las franquicias de restaurante (pues eso y no otra cosa es el Ruby Tuesday) han dado con la idea del falso pasado. Y funciona. Todos sabemos que esas fotos son falsas. Que nadie ha usado jamás ese bate rayado y descolorido. Que ese trofeo fue comprado al por mayor por algún ejecutivo avispado. Que los manteles a cuadros y las lámparas de tulipa de colores son tan genuinas como un sacacorchos de tapioca. Que la única intención de esos pseudotrastos del desván de la abuela es darnos un relleno de tradición inexistente contra el que apoyar la espalda mientras comemos, para rescatar un pasado que, de todas maneras, tampoco existió. No importa; nos lo creemos igual. Nunca ocurrió, pero no es mentira.
Los camareros del Ruby Tuesday aparecen y desaparecen más rápido que el té por las entrañas de un lord inglés. Cortados por el mismo patrón y adoctrinados de la misma manera, te saludan con voces joviales y fingen un interés un tanto excesivo por tu felicidad mientras te sirven la comida. Da la impresión de que sus dientes ven tanto la luz del sol que podrían broncearse, tan amplias y constantes son sus sonrisas. En estos casos mi voz baja una octava de tono y dos puntos de volumen, no sé por qué, y cuanto más suavemente hablo yo, más obsequiosos se muestran ellos. Es todo muy agradable. La comida es buena, y no demasiado cara. No sé por qué no voy más a menudo al Ruby Tuesday.
Sí lo sé. Porque, inevitablemente, cada vez que salgo de sus profundidades de barniz y pastel de manzana, con la tripa llena y sabor a almíbar en los oídos, me da la impresión de haber salido de una trampa. Una trampa de dos dimensiones, plana, en la que los que caemos nos sabemos atrapados en un marasmo de falsa tradición y falsa cordialidad del que nos da miedo no poder salir la próxima vez. La impresión se acentúa al fijarse en los camareros, que dan vueltas por el local como vivaces juguetes a cuerda, sonriendo ampliamente, pero con una chispita de pánico oculta en los ojos, brillantes y muy abiertos. Siempre que salgo de allí me ronda la misma melodía por la cabeza. Tuesday Bloody Tuesday…