Me regalaron hace un poco un libro. Esto es como decir que a Imelda Marcos le regalaron un par de zapatos, pero en todo caso, ella seguramente jamás obtuvo tanto placer de su inmensa colección de calzado como yo de mi muchísimo más modesta colección de libros.
El libro en cuestión se llama The Song of the Dodo, y ha sido escrito con extraordinaria habilidad y gracejo por David Quammen, al que de inmediato he puesto en mi (cortísima, ay) lista de «buenos escritores de divulgación». Trata sobre biogeografía insular, que dicho así suena espantoso, pero que en cuanto empiezas a leer queda claro que es un tema absolutamente fascinante. Siendo serios, la biogeografía insular se ocupa de estudiar la relación entre una isla (o un área efectivamente aislada) y el número de especies que contiene. Tiene ramificaciones por todos lados, desde el estudio de la evolución hasta la extinción de especies como consecuencia de la fragmentación de su hábitat. Siendo menos serios, es la manera formal de preguntarse por qué porras las islas son tan curiosas, biológicamente hablando. Las especies que han evolucionado en ellas toman rutas morfológicas dispares, algo alocadas, y abundan los casos de gigantismo y de enanismo. Abundan también especies endémicas. Y abundan las extinciones, más fáciles de detectar porque el entorno es pequeño y más fácilmente estudiable, y en esos casos a los científicos que quieren entender estas cosas se les pone un brillo extraño en la mirada y dedican sus vidas a contar escincos en Isla Redonda o a medir picos de pinzón en las Galápagos.
Total, que el libro trata de estas cosas. Como no ando sobrada de tiempo me lo estoy leyendo despacito, saboreando el descubrimiento gradual de los misterios de la biogeografía, aderezado con el estilo ligero y bienhumorado, con destellos Durrellianos, del autor.
En ello estaba yo cuando, allá por la página 158, el autor se me planta en Komodo. A ver, como es lógico, los dragones de Komodo, oras en indonesio. Son un ejemplo de la idiosincrasia isleña: el lagarto más grande del mundo. Bichos de cien kilos y dos metros y pico, capaces de darte un buen susto si no algo peor, que atraen nuestro interés porque son grandes, porque son feos, y porque son agresivos.
David Quammen asistió a un espectáculo en Komodo que yo ya había visto descrito en otra parte: se invita a los turistas a ver cómo los dragones de Komodo devoran una cabra. Esto lo había contado previamente Douglas Adams en su divertido y excelente Last Chance to See. Ha sido curioso leer el mismo ritual descrito dos veces por dos personas diferentes, ambas con un don para la narrativa, pero cada una centrada en un aspecto diferente del proceso. Douglas Adams estaba con la cabra, a grandes rasgos, y su descripción del proceso dejó a los dragones un poco en segundo plano y se centró en los turistas, cámara en ristre, asistiendo bovinamente al espectáculo. Su versión destila misantropía más que interés zoológico y deja un aire a Mark Twain. Para Quammen, los turistas son una molestia menor, y su recuerdo del hecho estaba mucho más centrado en el comportamiento de los reptiles, cuya distribución alrededor de lo que ya casi no era una cabra describió como «a monstrous nine-pointed starfish». Podéis ver un pequeño reportaje fotográfico de la merienda de los dragones aquí.
Dicen, no sé si es así, que ya no echan cabras a los dragones porque se estaban haciendo perezosos de tanto saber que una vez a la semana tenían almuerzo seguro, así que ahora estos bichitos siguen con su austera dieta de ciervos, búfalos de agua y cerdos salvajes (y tiempo ha, no bromeo, elefantes enanos). A lo mejor San Jorge, en su día, se aprovechó de la cachaza inherente a tener el yantar asegurado para apiolar a su lagartijilla particular. Así la gente dejó la costumbre de sacrificar el equivalente a cabras de entonces, o sea, vírgenes. Es que las cabras, probablemente, cundían más en aquella época.