Los cuentos son una de mis pasiones. Desde hace cosa de una década, todo un grupo de escritores ha revisitado el género de los cuentos de hadas con mejor o peor fortuna, al principio sencillamente para ofrecer algo diferente a la versión edulcorada de Walt Disney, y luego despegando con un nuevo tipo de fantasía, a medio camino entre Perrault y Thomas Pynchon. Recuerdo haber leído versiones tempranas de los cuentos de Andersen, Grimm y Perrault, que no tienen nada que envidiar al mejor y más tremendo género de terror gore y psicológico; quizá por eso siempre nos gustaron tanto, no sé.
Jane Yolen es, hoy por hoy, la escritora más firmemente asociada a este tipo de relatos en los que hay princesas, castillos, encantamientos y brujas. Pero tras pasar por los dedos de Yolen, los cuentos adquieren un matiz mucho más adulto y siniestro, con a veces magníficos, y otras veces exasperantes, toques de feminismo. En general sus versiones tienen un descaro muy bienvenido. Otros autores se animan de vez en cuando: uno de los mejores relatos de Neil Gaiman, Snow Glass Apples, es una visión escalofriante, pero es que escalofriante, de Blancanieves.
Pero por mucho que lea, por muchas versiones que aparezcan, por mucho que los enanitos se conviertan en rudos mineros, caravana de monstruos de feria o arquetipos postmodernos, por mucho que me cuenten Caperucita desde el punto de vista del lobo, sigo sin tener ni idea de por qué el Príncipe ha de ser Azul. ¿No vienen en otros colores? ¿O es que las princesas tienen la extraña perversión de preferir amantes cianóticos?
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