Hoy, como se cuenta en otros sitios, he estado de cena con algunos ilustres blogueros. Nótese que he dicho «ilustres», y no «prolíficos», porque algunos de estos blogueros están, bueno, un poco desblogueados. Ejem. No sé a quién me recuerdan. Punto y coma, guión, cierro paréntesis.
Pero aun así, ha sido un excelente encuentro y una cena muy divertida. Ocultábamos la timidez tras una fachada de fácil desenvoltura, sobraos que íbamos, mientras enseñábamos a fernand0 las bellezas del casco antiguo de Valencia (esquivando plastas de perro también con fácil desenvoltura), y casi perdiéndonos, guías nativos como éramos, al ir al restaurante. Cosas de no hacer turismo por la ciudad propia.
El restaurante [publicidad] se llama «La Carme», y es un sitio muy agradable donde preparan comida buena, casera pero con cierta sofisticación, ni muy caro ni muy barato. Tienen unos crêpes rellenos la mar de ricos [/publicidad]. Es, era, martes por la noche, así que estaba todo muy tranquilo; dos o tres mesas ocupadas, el resto a nuestra disposición. Ocupamos una mesa junto a la ventana por la que entraba el aire aún cálido de Octubre. Allí estábamos meditando sobre el menú cuando alguien dijo:
-¿Pedimos vino?
-Venga.
Venga. Y pasamos a mirar la siempre intimidante sección de vinos de la carta. A mí me gusta el vino, pero no soy muy buena conocedora. O mejor dicho: identifico enseguida las mejores botellas, pero cuando hay que ajustarse a un presupuesto, eso no es una gran ventaja. Lo que cuenta es poder identificar ese vino modesto, desconocido pero de inesperadas cualidades, que te espera, agazapado y un poco mohíno, tras los Marqueses de Riscal y los Viña Tondonias. No vi ningún candidato, así que, cuando se acercó el camarero le pregunté por el vino de la casa. Me señaló uno de la lista.
-Ese. Pero ese no lo pidan, es malo.
Nos quedamos un momento en silencio, cogidos a contrapié por lo inesperado de la respuesta. El camarero se tomó nuestro silencio como una invitación a explayarse.
-A mí no me gusta nada, es un mal vino. No lo pediría. De hecho, no sé por qué está ahí. Yo es el último que elegiría. Este otro -señaló otro nombre poco familiar- es mucho mejor. O si quieren uno de la tierra, pues este -y de nuevo el dedo voló certero hacia un tercer nombre-. Ese está muy bien, es un vino joven, muy agradable. Pero el de la casa, ni se les ocurra. Es un desastre.
No sé a vosotros, pero a mí no me pasa muy a menudo eso de que llegue un camarero y diga, a grandes rasgos, «Huy, eso está muy malo, no lo pidan», de entre sus propios productos. Se ve que a mis tres comensales tampoco, porque nos quedamos un tanto descolocados tras el mutis del camarero, y luego se nos pasó toda la timidez mientras explorábamos su psique y nos preguntábamos si tendría opiniones similares sobre otros artículos del menú, y si era así, si las expresaría con tanta franqueza.
Llegó la cena -muy buena- y el vino -realmente muy agradable-, y la conversación se expandió como un perfume. Siendo del gremio, empezamos, cómo no, hablando de blogs. Siendo del gremio, cómo no, al final acabamos hablando de todo un poco. Frank Zappa se mezcló alegremente con los blackboards, el periodismo, la divulgación, las hamburguesas, y los Legionarios de Cristo (no pregunten). Y, por supuesto, el camarero. No dijo nada raro cuando pedimos los platos, ningún «Buf, eso sabe a rayos, pida otra cosa, hombre», ni «Hombre, si quiere, pero el gato ha dormido encima hoy». Nos quedamos un poco decepcionados. Quizá su ataque de sinceridad era algún tipo de isquemia. O una variante hostelera del síndrome de Tourette, quién sabe.
Total, que llegamos a los postres, y aparece el camarero -el de antes no, otro- con la carta. Nos miramos con indecisión, porque las opciones parecían todas igual de deliciosas y porque, no nos engañemos, teníamos el ánimo científico, a la vista de lo ocurrido antes. Era hora de experimentar.
-¿Y esto de la isla flotante? -preguntábamos emocionados, apuntando con inocencia al primer postre de la carta.
-Esa está muy buena, es una especie de crema de vainilla con merengue y almendras, muy rica, a mí me gusta mucho.
-¿Y el flan de chocolate? -insistíamos con un resto de esperanza.
-Huy, mejor aún, a mí me gusta incluso más.
-¿Y los higos al horno con chantilly? -y ahí se produjo de nuevo el milagro. El camarero arrugó la nariz.
-No sé, a mí eso… es que los hacen al horno, y les ponen cosas por encima, a mí, vamos, yo lo probé y no me gustó, a mí los higos me gustan como salen del árbol, eso del horno… Pero vamos que eso va en gustos, es personal, saben, yo no me lo como a gusto, ustedes verán…
Pedimos islas flotantes y flan de chocolate y tiramisú. Luego pedimos cafés, que llegaron sin comentarios editoriales. Pero ya estábamos lanzados y los aportamos nosotros. Y luego extrapolamos. ¿Qué sería del mundo si todos mostraran la sinceridad espontánea de los camareros de La Carme? Sería ciertamente un lugar más peligroso y mucho más honrado. Imaginen: publicistas diciendo «No es un yogur tan bueno, la verdad, sabe un poco a cartulina, yo de ustedes me compraba otra marca, una cualquiera, todas son mejores». Empleados del McDonald’s, «¿Cómo se va a comer esta mierda? Ande, no me sea cazurro y váyase al bar de enfrente a por una tapa de sepia a la plancha, hombre». Dependientas de tienda de ropa: «Pues le está como un tiro, qué le voy a contar». Profesores: «¿Su niño? Ha salido tonto, qué le vamos a hacer». Actores: «Mi última película es un bodrio infumable, y yo no doy una en ella». Parques de atracciones: «Pues para mí que se van a aburrir, ahórrense la entrada, les cundirá más». Para seguir y no parar. Y ciertamente, no paramos.
Antes de separarnos, hice solemne voto de escribir de inmediato esta historia. Y también de volver mucho a La Carme e interrogar a todos los camareros sobre todos los elementos del menú para recopilar toda la información posible y compartirla con el mundo. Sinceridad de tal calibre no abunda, y ha de ser atesorada.
Y además lo pasamos muy bien.