Sigo con mi propósito de a) actualizar más a menudo, no necesariamente por una buena razón, y b) sacar a pasear la Phileas y la Moleskine más a menudo para perder la rigidez, la falta de costumbre, que me preocupaba en la entrada anterior. Se corren riesgos haciendo estas cosas.

El riesgo mayor ha sido en este caso, quiero decir en el caso b), que se me ha destintado la pluma y me ha dejado las manos de un precioso color azul Mares del Sur®. Pero hay otras cosas que no han sido un riesgo.

Una de ellas ha pasado hace una escasa media hora. Volvía al hotel. Cerca hay un restaurante gallego. Nunca me he fijado mucho, porque aunque no le hago ascos a una buena sopa de marisco, raras veces paso por delante con las ganas o el tiempo necesario para tomármela. De modo que doy una mirada de refilón, fijándome apenas en la entrada con escalones, la barra de obra recubierta de azulejos, el interior complicado, con pasillos y cortinas y menús escritos en tiza, el televisor emitiendo fútbol.

Esta noche alguien cantaba. El sonido se emitía por un equipo normalucho sin más, y salía estridente, distorsionado, demasiado alto. Un hombre y una mujer cantaban a dúo «Solamente una vez», con muchas ganas y cierta falta de control. Quizá era un karaoke. Ella, de voz más educada, intervenía con segundas voces, suavizando la leve, casi entrañable, sobreactuación de la voz masculina.

Un paso para captar la escena. Otro paso para empezar a ver el interior del local. Otro paso para ver, delante de la barra de obra recubierta de azulejos, a una pareja bailando despacio, abrazados, sonriendo con todo el cuerpo. Absolutamente felices. Y me detengo para verlos.

Y un segundo después doy el siguiente paso y los pierdo de vista. No sigo mirando, no retrocedo. No quiero seguir mirando: es un momento que debe pertenecerles sólo a ellos. Porque hay cosas que quizá ocurran solamente una vez.