No es que estén cayendo precisamente cuatro gotas aquí en Valencia capital, pero vamos, todavía no hemos sacado las góndolas. Ni siquiera las Zodiacs. Y en una región propensa a estos chaparrones violentos y repentinos, tengo comprobado un hecho curioso: el común de los valencianos de capital se cree soluble en agua.
No se explica de otro modo la extraña histeria colectiva que atenaza a la gente en cuanto el cielo se agrisa un poco y alguna nube empieza a escupir cual gatito estornudando; es ver una gota mancillando el asfalto y ya todo el que tiene vehículo lo saca aunque sea para ir a la esquina, con lo cual se organizan unos atascos de miedo, claro. Posiblemente mucha de la gente conduce atenazada por el pavor de empezar a disolverse como un azucarillo en cuanto se les moje más de un 2% de la superficie corporal.
Y si llueve más, como ahora, es aún más curioso: el conductor temeroso no sólo cree ser soluble en agua, sino que hace extensivo su miedo a su propio coche, llevándole a querer dejarlo expuesto a los elementos el menor tiempo posible no sea que se disuelva también. Y para ello, nada mejor que ir a una velocidad que provocaría una lagrimita de orgullo a muchos jefes de equipo de Fórmula 2. Como poco. Los coches planean sobre el asfalto, levantando una nube acerada de agua sucia, deslizándose por el precioso y centelleante tapiz del asfalto esmaltado por los rojos, verdes y dorados de los semáforos y las luces de posición. Es todo la mar de escenográfico y una lo disfrutaría más de no estar intentando meter tripa, -metafórica- con el coche, para que ninguno de los cretincautos que zigzaguea sobre el charol de la calle me arrugue la carrocería y encima me haga pagar bueno por malo.
Ya os digo: debe ser una especie de hidrofobia sublimada. ¿Lloverle a uno encima? ¡Horror! Ya puede ser un trayecto de tres metros, que te mirarán espantados si no coges paraguas. Y chubasquero. Y bolsas de basura en los zapatos, claro. Te lo dicen no sin cierto regodeo apocalíptico, y hablamos de gente que no era ni una miradita aviesa entre sus padres cuando lo del 57 (mañana, qué cosas, será el aniversario).
Algún día, quizá, encontraré a algún señor de pie en una esquina, bajo la lluvia, desmoronándose pacíficamente bajo el chaparrón y dejando nada más que la ropa hecha un gurruño en la acera sobre los zapatos y un charquito turbio arrastrado por las láminas de agua que bajan por la calle. Y ese día admitiré que sí, que el miedo estaba justificado. Y echaré a correr yo también.