Yo estaba dormida, porque en la costa oeste eran las seis de la mañana. Sonó el teléfono, dándome un susto tremendo, lo que resultó la mar de adecuado para el día que apenas había empezado.
Era mi padre.
-Se ha estrellado un avión en las Torres Gemelas -dijo. La pasiva fue muy cuidadosa, adecuada, engañosa, aunque aún no lo sabíamos. Puse la CNN en la tele y lo vi: la columna de humo, los comentarios entrecortados, histéricos, del locutor. Unos instantes después un segundo avión chocaba contra la otra torre. A partir de ahí no paró el horror: noticias del Pentágono, de otros vuelos secuestrados, el macabro confetti de pequeñas siluetas recorriendo los eternos segundos hasta el suelo. Las torres cayendo.
Mi vecino Pablo también lo estaba viendo. Le había despertado su hermano. Miramos la tele en silencio unos minutos -no había palabras-, y luego fuimos automáticamente hacia el laboratorio.
Era martes; teníamos lab meeting, la reunión semanal para hablar de los resultados de los experimentos. Casi no acudió nadie. Yo fui pero llevaba el walkman, escuchando la radio no porque quisiera, sino porque no podía no hacerlo. Mi jefe estaba sentado serio, enfadado, me pareció entonces, pero había estado en la marina, y ahora sé que era miedo. Nos fuimos sin decir una palabra. El resto del día lo pasamos en automático, sin reaccionar.
Hacía un día precioso. El cielo era de un azul limpio y profundo, y estaba muy muy vacío: no había nubes, no había aviones. La gente miraba mucho arriba, se buscaba con los ojos y luego rehuía la mirada. Parecía imposible lo que estaba pasando en el aire blando y limpio del día centelleante de Corvallis. El miedo empezó ese mismo día y no abandonó a nadie durante por lo menos una semana.
Al día siguiente aparecieron las banderas, un sarpullido de ellas por todas partes. También aparecieron las reacciones: Jaylene, de Secretaría, echándose a llorar repentinamente en su cubículo. Abrazos de perfectos extraños en cualquier lado. Gente rezando en el Memorial Union. Todos formando corrillos, compañeros de trabajo que no habían intercambiado la hora del día durante años hablando en los pasillos de cualquier cosa, ávidos de compañía, de contacto humano. Logorrea por todas partes, minuciosos análisis de la situación por parte de gente que no se hubiera acercado a la política con una pértiga, todo por ahogar el rugido de tres mil personas muriendo, de toneladas de metal ardiendo, que lo invadía todo cada vez que se hacía en silencio. Palabras airadas de venganza y de violencia. Todo por ahogar el miedo, más fuerte aún por lo inesperado del ataque, por la sensación de invulnerabilidad que se tenía en el Imperio, la soberbia de creerse intocables, de creer que estas cosas siempre les pasaban a los demás. A los otros.
Tal día como hoy, hace cinco años, el mundo cambió. Para mal.
El mundo cambió, sí; pero, ¿para mal? Ese juicio, creo yo, debemos dejarlo para las próximas generaciones. Sería pretencioso por nuestra parte querer saber las consecuencias finales de todo.
Pues hombre, la historia juzgará, no hay duda, pero no puedes evitar que algunos «juzguemos» que el mundo cambió para mal, a saber:
1. Habia 5.000 personas que antes del atentado estaban vivos y ya no están entre sus familias en sentido amplio.
2. Habia 70.000 personas que vivian en Irak, o eran soldados de sus paises repectivos, que ahora tampoco están entre sus familias y amigos.
Y la cuenta sigue…
3. Habia 200 personas que iban a su trabajo una mañana de Madrid y que tampoco están aqui. Y vartios miles afectados física o psicológicamente.
4. Londres…
5. Ahora volar para el común de los mortales (los no afectados, por suerte, por ninguno de lso puntos anteriores), ha cambiado. Mucho.
A mi me parecen razones suficientes para poder afirmar que el mundo ha cambiado ¡¡Para mal!! no veo el avance por ningún sitio por más que me esfuerzo. Y nos afecta a TODOS, aunque no lo parezca.
Bueno, ese cambio impulso tu blog ¿no?. Con respecto al mundo ¿alguna vez ha ido a mejor?.