Es otoño, para los despistados que no se habían dado cuenta. Esto, aquí en Corvallis, no sólo quiere decir lluvia y patinaje sobre hojas; también quiere decir migraciones.
Ayer salí del laboratorio un momento por la tarde. Eran más o menos las cuatro, y ya empezaba a atenuarse la luz del día. De pronto, no sé por qué, me encontré pensando en el mar, la costa, olas, barcos, cosas así. Luego mi cerebro hizo caso a mis orejas y me di cuenta de que se cernía sobre nosotros una bandada de patos graznando a pleno pulmón (mis orejas, por cierto, necesitan recordar a mi cerebro que los patos no son gaviotas). Me quedé un rato mirando la formación en vuelo, esa especie de V elástica que ondula y cambia aparentemente sin control. Y pasó una cosa bonita: justo cuando la bandada volaba por encima de mi cabeza, la línea oscura se resolvió en una gigantesca silueta de ave: el centro se alargó como un cuello, las alas se arquearon hacia atrás y mantuvieron la simetría durante un par de segundos. Durante un instante, me encontré mirando un enorme pato de cincuenta metros de envergadura, un pato pseudofractal dibujado por patos, volando sobre mi cabeza hacia el nordeste, graznando con la voz de cada uno de sus componentes individuales.
Luego tuve que volver al laboratorio en la inopia, porque se me olvidó por completo para qué había salido en primer lugar.
Últimos comentarios