Es Navidad (¡no!, ¿en serio?), y como es costumbre, las calles se iluminan y las casas se engalanan. Esto en mi pueblo se toma muy en serio. Pero mucho. Cada vez más, de hecho. La cosa empezó con un portal de Belén en la plaza del pueblo, con figuras a tamaño ligeramente mayor del natural. La cosa fue creciendo, añadiéndose adornos y complementos: un falso huerto con hileras de coliflores y plantas de maíz, que pronto se mustiaron y dieron un aire más bien siniestro al conjunto, y un corral con animales de granja (gansos, gallinas, un par de cerditos simpáticos, una cabra sardónica, dos ovejas apáticas, muchos niños de visita).
Este año, al despliegue agrícola-ganadero se ha sumado un estanque con cascada y todo, y artísticos maceteros de rocalla con plantas de pita en los que caen con donaire los fotógrafos despistados que retroceden para conseguir un mejor encuadre de la bucólica escena. Un éxito total, a juzgar por el torrente de visitantes que viene a hacerse fotos con las figuras de colores chillones y ojos pasmados del portal, o frente al corral donde la cabra intenta comerse los chaquetones de los niños, para asustada excitación de estos, cuya idea de la naturaleza salvaje se reduce al hamster de casa y a las películas de Walt Disney y Pokémon: multicolor, suave, e inodora.
Redondeando la cosa están, cómo no, los villancicos, maldición omnipresente de esta época del año, donde se asume que todo lo que deben recibir las orejas del personal son canciones de edulcoradas alabanzas a un rorro, e improbables acciones de angelitos y peces en el río, con ocasionales respiros de música clásica. Esto, en mi pueblo, se debería tomar también muy en serio, para hacer juego con el belén. Pero al parecer, no.
Se les deben haber acabado las energías con el macrobelén-parque acuático de este año, porque dejadme que os cuente lo de los villancicos; nononono, he dicho mal. Dejadme que os cuente lo de el villancico.
Villancico, en singular. Esto fue ayer. La megafonía de la plaza nos ofreció como villancico estrella «Feliz Navidad» de José Feliciano. Es una pieza alegre, sin duda. Tiene ritmo, es chispeante, festiva, simpática. Pegadiza (sollozos). Tiene unas notitas iniciales que, por incapacidad técnica de haceros llegar tal cual, describiré como «tirurí tu tí tu tu tí». Es una aproximación muy buena, os lo aseguro. Ayer estuve oyendo las notitas esas durante unas once horas, sin pausa ni interrupción, de modo que sé de lo que hablo. Todo el día. Ningún otro villancico. Todo el día por la megafonía de la plaza del pueblo, mientras la cabra enloquecía paulatinamente, las ocas se despeluchaban cada vez más, y las figuras del belén adoptaban expresiones más y más pasmadas.
Yo, os lo juro, intentaba abstraerme con desesperación. Intentaba, no sé, leer un libro, pero nada (De cuyo nombre no quiero acortirurí tu tí tu tu tí). Intentaba escuchar música, pero… menos aún (Yesterdaaay, all my troubles seemed so far awatirurí tu tí tu tu tí). Intentaba mantener una conversación, pero imaginaos (La nueva aproximación del movimiento del diseño inteligente asume que tirurí tu tí tu tu tí). Digamos que fue un día perfecto para ejercer el autocontrol, pero para nada más. Faltó esto para que me cargara el altavoz a tiros. Las balas serían imaginarias, pero no por eso menos letales.
La tortura terminó, menos mal, a tiempo para cenar. Pero las cicatrices mentales que me ha dejado el tirurí tu tí tu tu tí se quedarán conmigo por lo menos por lo menos… hasta fin de año.
En fin, amigos, amigas: felís navidad, felís navidad, felís navidad, prospé-ro-año y feli-sidad. Tirurí tu tí tu tu tí.