El Cristo sin taparrabosUna va al Escorial. Por aquello de ir, porque es bonito, porque es GRANDE. Porque tranquiliza ver algo tan sólido y tan de piedra, y porque la piedra color miel combinaba a la perfección con el cielo de azul esmaltado. En el estanque rectangular, grande, de agua verde y translúcida en la que nadaban unas carpas del tamaño de gatos, dos cisnes se entretenían en un juego elegante con mucha curvatura de cuello.
En un inciso, los cisnes habían atraído un buen número de curiosos, porque, piedra o no, se nos van los ojos tras las cosas vivas. Y si son cisnes, más. Pero estoy con Jerome K. Jerome: los cisnes parecen bonitos de lejos, como las ardillas. Te acercas y descubres, primero, que no son tan bonitos; segundo, que no son exactamente mansos; y tercero, que no son los más intelectuales de entre las anátidas. Y esto, en un grupo como las anátidas, que no se distingue por una abundancia de especies avispadas, es mucho decir.
El juego elegante que se traían los cisnes entre manos, o mejor dicho, entre picos, consistía en apresar un pedazo oblongo de tela o plástico blanco. Uno lo cogía y se lo iba echando al buche a base de estirar rápidamente la cabeza y tirar. Pero el otro, mientras, había cogido el otro extremo y hacía lo mismo. Los dos se ponían a tragarse su extremo como su fuera un spaghetti hasta que el pedazo se acortaba lo suficiente como para que uno de ellos, al tirar, se lo arrancara del pico al otro. Que a su vez, sin inmutarse, con esa lenta elegancia palaciega que tienen los cisnes, se zambullía, lo recogía, y todo empezaba de nuevo. Era un poco como ver a un perro intentar cazar su propia cola, pero con mucho más empaque.
Abandoné mis observaciones etológicas y me zambullí en la visita. Hay mucho que ver, casi todo interesante, y buena parte bonito (me van a perdonar, pero la tarta nupcial donde entierran a los infantes siempre me provoca una mezcla de risa e incomodidad). Pero claro, de repente te miran las figuras alargadas y algo mariposonas de El Greco y se te pasa todo. O las increíbles puertas de marquetería. O el meridiano, que me gusta mucho, no sé por qué. Quizá por lo que tiene de graffiti con clase. Me imagino a Felipe: «Pínteme usted aquí el meridiano, haga el favor», así en mitad del suelo. Pero claro, entonces el artesano en cuestión dice «sí, majestad», como es de recibo, y no es que lo dibuje con tiza, no, sino que coloca una pieza preciosa de mármol negro e incrusta la línea del meridiano en bronce, acompañada del zodíaco y de una plaquita con su nombre y la fecha escritos en caracteres con muchos ringorrangos. En el Escorial todo es muy sólido, muy incrustado en la tierra. «Austero»: es la palabra que se suele usar para describir el edificio, y al rey que lo mandó construir, y al siglo en el que vivió. Sí, sí, austero; vale, entraba poca luz en los dormitorios, por no decir ninguna, y debía hacer un frío del… un frío impresionante. Pero vayan y vean la biblioteca; ahí podría haber muerto yo feliz. Vayan y vean los aposentos del abad, vean; ahí tienen otros graffitis para estar bien entretenidos. El derroche va por otras vertientes, en El Escorial. Derroche de piedra, de espacio, de tamaño, de libros, de pasillos. Vayan a la Basílica. Mucho pan de oro no hay, pero hay derroche de ecos en las naves, y derroche de ingenio en la bóveda plana.
Y ahora vayan a una de las capillitas de la Basílica. Allí, bien iluminado, está el llamado Cristo Blanco. Un Cristo esculpido en mármol por Benvenuto Cellini, el famoso y nada modesto orfebre florentino. Es una pieza magnífica, una figura esculpida en tres trozos de mármol, pero ensamblada con tal maestría que parece ser sólo uno. Desde luego no se ve juntura alguna, pero todos dicen que ahí hay tres piezas de mármol, que por obra de un cincel, unas manos y un cerebro, se han convertido en un precioso desnudo renacentista, tan armonioso y sereno como el edificio que lo alberga.
Salvo que no es un desnudo. Salta a la vista enseguida. Una tela blanca ha sido dispuesta sobre las caderas de la escultura para tapar sus genitales, y lo primero que choca a la vista es la tiesura almidonada e incómoda del cuerpo extraño, lo rara que queda, lo ajena y desairada. Lo segundo que choca, ya no a la vista sino al entendimiento, es el tipo de mentalidad necesario para decidir que en otros lados vale, pero que en este caso no se pueden ver según qué secciones anatómicas. Lo tercero que choca es pensar qué emulo del Braghettone tuvo la brillante idea de ponerle un taparrabos a un Cristo de Cellini.
Y lo cuarto que choca, lo que me hizo lamentar el cartelito de «No se permiten fotos», es ir a la tienda de regalos del monasterio y ver una reproducción en miniatura bastante buena del Cristo, para regalo, obviamente réplica exacta del original… a la que han puesto también un trocito de tela por encima. ¡Que no decaiga la tontería!
Y yo que me quejaba de USA…