Flores BicolorAyer me libré por este poquito de morir de un violento ataque de bucolicismo, palabra que no sé si existe pero que en este momento me conviene inventar. Fue una cosa horrible. Llamadme Ismael, o algo. De esta me tatúo. Marcada de por vida, fijo. Qué trauma.
Es el problema eterno de Corvallis; tenemos asignados unos doce días de calor-calor, de ese de decir «¡Uf, qué calor!». Se manifiestan a intervalos irregulares, y ayer tocó uno. Dentro del laboratorio se estaba fresquito, pero cuando terminé, y aunque eran pasadas las siete, salí a una calle bañada en una luz febril, color de latón caliente. En esta sopa quieta y ligeramente nacarada, el paseo a casa tenía una cualidad irreal, aumentada por el concierto de Mozart de mi discman y la lasitud cachonda y Victoriana del capítulo de Three men in a boat (To say nothing of the dog) de Jerome K. Jerome, que me estoy leyendo. Empezaba un fin de semana largo y no había nadie en la calle. Estábamos Mozart, yo, y todas las flores de la primavera, atravesadas por el sol ya casi reptante. Ni siquera la ardilla muerta, medio reseca y acartonada, que alguien había tirado a un pedazo de césped, estropeaba el efecto. Y esto era, de hecho, una gravísima señal del peligro en que me encontraba: cuando el cadáver aplastado de una ardilla no te quita la sonrisa boba de la cara, es que hay demasiada primavera suelta en el aire. Pero claro, nunca hago caso, y por eso me pasan esas cosas. Al doblar ya la última esquina antes de llegar a mi apartamento, estaba casi en estado terminal: acariciando con un dedo el envés satinado de un pétalo, cerrando los ojos en éxtasis ante la caricia del sol (¿Véis? Una recaída), y buscando rimas para cosas del calibre de «delicado» y «multicolor». Una cosa tremenda.
Para colmo, justo antes de llegar me emboscó un gato amigo mío que se pasa de vez en cuando por casa para compartir unas migas de atún y unos mimos, y se me echó sobre los zapatos, ronroneando y guiñando los ojos en éxtasis mientras yo le rascaba la tripa.
Menos mal que al llegar a casa me esperaba una pila llena de cacharros sin fregar y un calcetín tirado en el respaldo de una silla, que si no, no sé si hubiera podido salir de esta. Aún me dura el susto.