Recibo mucho correo basura, cosa casi inevitable si llevas tiempo con la misma dirección de correo electrónico. La cuestión es que quienes envían estas cosas tienen una idea muy extraña de mí: mientras por un lado me ofrecen increíbles descuentos en Viagra, por otro me ofrecen milagrosos tratamientos para mi achacosa próstata. A la vez, me creen dispuesta a llamar a una tal Tammy, que acaba de cumplir 19 años y tiene el extraño hobby de darse a conocer, en el sentido bíblico del término, a cualquiera que llame a cierto número de teléfono o visite cierta página. Debe estar agotada la pobre. Mientras tanto, alguien, seguramente preocupado por el estado de mis finanzas, me asegura que puedo ganar miles de dólares por Internet, sin riesgo alguno. Al enterarse de esto, los propietarios de los casinos me ruegan que vaya a gastarme mis millones a sus establecimientos, cosa que no voy a poder hacer porque el hermano del primer ministro de no sé qué país acaba de ingresarme no sé cuántos millones de dólares de un negocio que no tengo en la cuenta corriente de una empresa que no existe, de modo que tengo que ir corriendo a ver si monto el primero y abro la segunda. Por otra parte, un amable doctor me ofrece el remedio milagroso contra la calvicie, otro me asegura juventud eterna con no sé qué hormona, y un tercero me regala una limpieza de meridianos energéticos, que no sé qué es, pero suena demasiado cartográfico y agotador para mi gusto.
Entre todo esto, los mensajes que me envía la gente que realmente me conoce brillan como arcoiris en charcos de aceite. Lo cual es poco poético pero muy contemporáneo.
El porcentaje de la basura es inmenso te muevas en el ambiente que te muevas.