Portland. A un lado, el Columbia, plácido, aceitoso y verdegris, bajo un cielo de aluminio mate. Al otro, un gran espacio vallado tras el cual un montón de estadounidenses celebran y abrazan (son dos palabras estas que van siempre juntitas en el nuevo léxico políticamente correcto, como Zipi y Zape) el ser gays, lesbianas, bisexuales o (¿y?) transexuales. Aquí se celebra y se abraza todo, desde la identidad sexual hasta la afición por coser colchas de retales.
Era, hay que reconocerlo, una de las reuniones más animadas que he visto en este país. Lo cual, hay que reconocerlo también, no es decir gran cosa. En un escenario un grupo escenificaba, con más entusiasmo que habilidad, «El Mago de Oz», usando para ello unas marionetas francamente siniestras. Sobre este espectáculo ligeramente patético se mecía un arco iris hecho con globos de colores. En estrados improvisados a todo lo largo del recinto, otros y otras mostraban sus habilidades, o falta de ellas, con mucho desparpajo y sin complejo alguno. Algunos tenderetes vendían sustancias vagamente comestibles que la gente hacía cola para devorar; otros exhibían muestrarios exorbitantemente caros de joyas de artesanía de esas que te dejan la muñeca verde o directamente despellejada porque los alambritos que sujetan los varios cristales orgánico-mágicos no han sido adecuadamente lijados. Telas de batik. Pañuelos de todos los colores. Camisetas con frases más o menos ingeniosas, tensas como panderetas sobre barrigas y torsos poco acostumbrados al ejercicio. Otras, en cambio, se ajustaban amorosamente sobre abdominales de estatua griega o curvas de odalisca, innatas o adquiridas. Música pasada de fecha de caducidad raspaba por los altavoces. Espectadores, con la expresión levemente bovina que suelen tener los espectadores estadounidenses, aplaudían a desgana las cabriolas torponas de los artistas del escenario. Entre todo ello, un número desorbitado de perros volviéndose locos de gozo en el barullo general.
Al otro lado de la verja, los demás paseábamos y mirábamos; un goteo lento de gente atravesaba en uno y otro sentido los accesos al festival, aunque aún faltaba mucho para el equilibrio osmótico. Y fuera, en unas gradas de cemento, un grupo de percusionistas improvisaba un ritmo muy vivo, muy africano, que se fue perdiendo en el aire tibio de la tarde de sábado y acabó amortiguado por las piedras grises de un jardín japonés.
Esa noche pasé un rato pensando en el festival, y la única conclusión a la que llegué fue que, celebren lo que celebren y abracen lo que abracen, no he conseguido tener la sensación de que los estadounidenses se divierten en estos saraos. Aunque ellos, si les preguntas, dicen que sí. Vaya una a saber.