No será sorpresa, imagino, para quienes me seguís por Twitter o me hacéis algo de caso en Facebook, que viajo bastante últimamente. Bueno, para quienes leéis este rinconcillo tampoco, porque anda que no he dado la brasa con aventuras y desventuras en estaciones, hoteles y aeropuertos. Precisamente vengo de Madrid. Esta vez el viaje no ha tenido alicientes interesantes salvo un ejecutivo agresivo en el tren a la ida que estuvo haciéndonos partícipes (al pasaje en pleno, ¿eh?) de los más íntimos detalles de su último contrato. La señora sentada a mi lado me miraba de vez en cuando como si yo tuviera la culpa. Yo, que me había puesto los cascos, bloqueando así bastante bien el atronador torrente de información confidencial (pero aburrida), le sonreía con expresión aviesa.
Circunstancias como estas me hacen recordar, por contraste, el día que iba de Madrid a León, en coche, y decidí parar a comer algo en Urueña. No es que pille muy muy de paso, hay que desviarse unos kilómetros, pero os diré por qué quería pararme en Urueña. En primer lugar por cosas como esta:

Urueña
Esplendor ajado y extrañamente pizpireto al sol: me encantó.

Y en segundo lugar porque Urueña es Villa del Libro. Está repletita de librerías, no recuerdo cuántas, pero enormes cantidades para un pueblo de pocos cientos de habitantes. Y yo tengo que ver esas cosas, entenderéis. Así que fui.

Me encontré con un pueblo pequeño, encantador, de piedra clara como un bizcocho y atractivas librerías de fachadas iluminadas con hermosas citas literarias y escaparates tras los que aleteaban libros de todo tipo y condición, algunos casi ocultos por carteles pegados con celo al cristal anunciando talleres de caligrafía o cuentacuentos o cosas igualmente fascinantes.

Todas las librerías estaban cerradas a cal y canto. Todas ellas, menos una, que tenía un grabado interesante en el dintel, con el anuncio de un libro de historias sefardíes. Entré a preguntar por el libro en cuestión. El dependiente, barbudo y tranquilo con la tranquilidad que me encandila de Castilla y León, me explicó que las librerías abren cuando llega gente al pueblo, los fines de semana o durante los varios festivales, pero que el resto del tiempo no abren; se guardan celosamente sus libros, sus capitulares y sus ediciones en rústica. Yo curioseé un ratito por los estantes de madera donde había una curiosa mezcolanza de títulos, desde historia local hasta lo peorcito en autoayuda, pasando por libros de esoterismo guay; había uno que se llamaba algo así como «Diez conjuros fáciles para principiantes», cuya portada decoraba un macho cabrío decididamente emporrado. Estaba al lado, lo recuerdo, de un libro de historia de las tejas leonesas. Las tejas del tejado, aclaro.
Compré un marcapáginas para disimular (y procedí a perderlo no sé cómo esa misma noche), y le comenté al librero lo agradable que me había resultado el pueblo, a pesar (o quizá a causa) de lo vacío y tranquilo que estaba, limpito al sol como una postal sin estrenar.

-Yo vine hace quince años, de Madrid -me confesó el librero-, a pasar el fin de semana.
-¿Y qué pasó?
-Que me quedé. Y hasta hoy.

Yo no podía quedarme, y dejé con pena Urueña, prometiéndome que volvería algún día. Pero aún no he decidido si quiero volver cuando esté todo abierto, o cuando esté todo cerrado y las cigüeñas del campanario de la iglesita sean las únicas que me miren con aristocrático desdén mientras voy andando con sonrisa de felicidad idiota por las vacías calles de piedra, dulcemente entibiada por el sol de otoño.