El piso olía a cerrado, un poco a cera de suelos, y otro poco a mi abuela: una mezcla de talco, ropa planchada y un fondo áspero y agrio, como de baños públicos.
—Caray —dijo Jorge, mientras yo tiraba de las cintas de las persianas del salón, que se abrieron a tirones entre crujidos de plástico. Por el ventanal de aluminio marrón entró la luz mortecina de la farola de la calle.
Jorge estaba mirando el aparador. Mi abuela lo trajo desde su antigua casa: un trasto enorme de madera de ébano, tallado por todas partes, que no encajaba en el salón de líneas rectas y suelo de baldosas de gres.
—Vaya monstruosidad —dijo Jorge, acercándose a las estanterías sobre la puerta central. A ambos lados, tras las puertas de vitrina, la luz naranja de la calle dibujaba apenas las siluetas de la vajilla de gala y de las figuritas de cerámica con leyendas pintadas en finas pinceladas de oro: «Recuerdo de Tossa de Mar», «Constantinopla», «Karlovy Vary», «Visite Benidorm».
A mi abuela le encantaban las figuritas de recuerdo; sus nietos vivíamos amenazados de muerte si no le llevábamos una cuando volvíamos de algún viaje.
Bueno, no de muerte. Pero ya me entendéis.
Jorge miraba una foto en marco plateado liso: mi abuela y yo, ella con un vestido estampado y el pelo negro en una apretada permanente, yo con vaqueros y polo, ceñudo a mis siete años. Ambos de pie, serios, ella con las manos sobre mis hombros. Nunca nos gustaron las fotos.
—¿Qué vas a hacer con el piso? —preguntó Jorge. Dejé la urna sobre la mesa del salón: destacaba, lisa y cilíndrica, contra el resto de la decoración.
—No lo sé aún.
—Podrías venderlo. No tiene mucha luz.
—Eso no me importa.
—¿Te vas a mudar?
Me encogí de hombros. Por entonces estaba en un piso compartido en la zona de Blasco Ibáñez, cerca de las universidades. No estaba mal del todo; por mis horarios casi no veía a mis compañeros de piso y era una zona agradable, con gente, pero no ruidosa. Mi abuela vivía en el Ensanche, más cerca del centro, pero con peor comunicación. Miré la urna con sus cenizas. Llevaba una pegatina en la base con su nombre completo impreso.
—A ella le hubiera gustado —dije, dubitativo.
—Es un poco… No sé, da un poco de mal rollo —Jorge paseó la mirada por la lámpara de araña con flores de bronce, el oscuro arranque del pasillo, los dos sillones tapizados en raído terciopelo malva, con tapetes de ganchillo que mi madre insistía en regalar a mi abuela. En las paredes había cuadros al óleo de paisajes que el tiempo había vuelto espectrales, todo ocres y grises. Una cesta baja de mimbre junto a uno de los sillones tenía aún ejemplares muy manoseados de las revistas favoritas de mi abuela. Era verdad que daba mal rollo, pero para mí era mi casa, era el aspecto y los olores de mi infancia, lo que en nuestra familia pasaba por tradición.
—Ostras, ¿y esto?
Me volví. Jorge estaba junto al aparador. Tenía en la mano lo que parecía un tapetito peludo, oscuro. Sonreí, recordando.
—Ah, es un recuerdo de familia. De cuando mi abuela era joven.
Mi abuela me contó muchas veces la historia, antes de irme a dormir. De su juventud, de la vida que llevó antes de asentarse en Valencia con el abuelo. De sus aventuras y de su decepción cuando mis padres no siguieron con la tradición familiar.
—¿Es cuero? ¿Piel de algún animal?
—Sí.
Mi abuela murió asesinada. Había salido a comprar. El hombre saltó sobre ella desde detrás de una esquina, la atravesó antes de que pudiera reaccionar. No tuvo ninguna oportunidad.
—Aj, da mucha cosa, ¿no? Parece pelo.
Yo no había llegado a ninguna decisión cuando me enteré de la noticia. Pero cuando me llamó mi padre para decírmelo, decidí que la tradición familiar no se perdería con ella.
—Es pelo humano.
De un cazador imprudente, hacía mucho tiempo, cerca de lo que hoy es Timisoara. Un hombre que pensó que podría librar al mundo de mi abuela. Su familia recibió el resto del cazador. Durante varios días.
Parecía imposible que nadie pudiera con mi abuela, hasta que un novato con suerte pudo con ella. Rompió la tradición. Y yo no estaba dispuesto a dejar las cosas así.
Jorge había soltado el cuero cabelludo.
—Me parece que sí, que me voy a quedar con el piso —dije.
Jorge no dijo nada. Me miraba, pálido.
Sonreí.
Me encanta xDDD. Pero mucho mucho.
ostras!
Joder. Nunca dejas de sorprendernos con estas historias xD
Sorprendente
Parece una historia casi normal y después te sorprende su final. ¡Muy bueno!
Ya empezaba a creer que no cumplirías tu compromiso… Estás a la mitad de él, pero si la siguiente entrada es tan buena como ésta, te concedo -por mi parte, que nadie se enfade- una semana de vacaciones.
¿Vas a ir juntando las entradas para hacer un libro?
De acuerdo con Rigel en lo del libro. Me encanta. La historia es…muy buena