El edificio donde trabajo tiene el honor de llamarse ALS, o sea, Agricultural Life Sciences, y por fuera impone mucho. Es un mamotreto de ladrillo con tejado de doble vertiente y ventanitas cuadradas a la moda. Una pocholada, sobre todo porque sus vecinos son Cordley Hall, que es una pesadilla laberíntica tan acogedora como una morgue, y Nash Hall, sólo ligeramente menos siniestro, con su ascensor de paredes metálicas abolladas, sus escaleras con olor a gimnasio, y sus laboratorios sin ventanas.
Por contraste, ALS es amplio, luminoso, moderno, reluciente, con paredes pintadas de color crema y rodapiés granate. Las puertas son anchas, sólidas, de madera clara. El linóleo del suelo brilla. Las oficinas están discretamente enmoquetadas. Aseados paneles de acceso se lo ponen fácil a los operarios que tienen que reparar algo. Las sillas de las salas de reuniones tienen la tapicería intacta.
Y el sistema de ventilación es una patata.
El edificio tuvo que enfrentarse a unos cuantos recortes de presupuesto durante la construcción, y eso se tradujo en cuatro plantas donde caben cinco, pero aparte, el aguililla que recibió el encargo de diseñar el sistema de ventilación, calefacción y aire acondicionado tuvo un mal año, y en mitad del diseño se le cruzaron los cables. El tal figura asumió, Ilúvatar sabrá por qué, que en todo momento las puertas de todas las salas del edificio estarían cerradas, y que las campanas de gases estarían todas apagadas normalmente.
Nuestro héroe obviamente nunca pisó antes un edificio de investigación con laboratorios. Las puertas están abiertas todo el rato para poder danzar alegremente de un sitio a otro y usar la centrífuga que tienen los de al lado o ir a donde está el transiluminador o cualquier otro cacharro. Los jefes dejan abierta la puerta del despacho para poder vigilarnos a los pobres curritos. El trasiego de investigadores y otras gentes de mal vivir de un sitio a otro es constante, y muchas veces vamos cargados con cosas raras y no nos quedan manos para accionar picaportes.
Y, por supuesto, las campanas de gases están permanentemente encendidas. En la mayoría de los casos porque en ellas hay potingues cuyas emanaciones no quieres respirar si lo puedes evitar, y para eso sirven las campanas de gases, para no tener que respirarlos; en otros casos porque la gente necesita trabajar en ellas sin exponerse a las emanaciones nocivas del experimento que toque.
Nuestro genio y figura no contó con nada de esto, y el resultado fue que, cuando la gente empezó a poblar el edificio, y a abrir puertas, y a trabajar en las campanas de gases, todo el flujo de aire se volvió del revés. Los gases tóxicos de las campanas se vaciaban en los laboratorios vecinos. Los anemómetros de los conductos de ventilación calculaban perfectamente el flujo de aire, pero no su dirección, y de golpe y porrazo todas las puertas se sellaban herméticamente porque los ventiladores estaban creando presión negativa en el interior del edificio. Se podían oler los experimentos del piso de arriba. El sistema inteligente de climatización individualizaba la temperatura de cada sala, pero en proporción directa a la temperatura ambiente: las áreas más calientes recibían calefacción, mientras el aire acondicionado se activaba en las zonas frescas y umbrías del edificio.
Visto el panorama, algunos ingenieros que pasaban por allí se dedicaron a mesarse los cabellos y rasgarse las vestiduras, pero el mal estaba hecho. Para arreglarlo, la idea fue instalar un enorme ventilador capaz de mover unas masas ciclópeas de aire, bien hacia dentro, bien hacia fuera, según los requerimientos del kafkiano discurrir de fluídos por las entrañas de ALS. Con esto las cosas se arreglaron y la gente fue capaz de trabajar sin tener que andar respirando fenoles y ftalatos y otras guarrerías.
Siempre que no se vaya la luz, claro.
Cuando se va la luz, o cuando hay un breve apagón, algunas cosas se reconectan automáticamente y otras no. Según cuáles sean, tenemos efectos divertidos. Hoy mismo, por ejemplo, las luces parpadearon un segundo: nada grave. Pero las campanas de gases no se reconectaron. Generalmente están conectadas, y eso hace que el piazoventilador compense el flujo de aire que crean bombeando una cantidad equivalente al interior del edificio. Pero ahora ese flujo de aire no estaba fluyendo, mientras que el piazoventilador seguía bombeando aire al interior. Así que, obedeciendo a las leyes de la física, de repente por los pasillos empezó a soplar una suave brisa que pronto se convirtió en vendaval. Todas las puertas se abrieron, y no había quien las cerrara. Bueno, sí, pero se volvían a abrir, tozudas. Caminar por los pasillos mientras un viento con olor a goma quemada te azota los cabellos es una experiencia curiosa, aunque no tanto como la que se da cuando es el piazoventilador el que se estropea, porque en ese caso el edificio adquiere presión negativa y no puedes salir porque el efecto ventosa hace prácticamente imposible abrir las puertas; otras veces, algún conducto de ventilación sufre un hipo y todos los plafones del falso techo se levantan a la vez y vuelven a caer sobre la rejilla metálica con un golpe seco, como soldados marcando el paso. Es un efecto curioso y divertido que deja chiquitos a los poltergeist.
Sí; a veces es divertido trabajar aquí.