Está todo el mundo fuera, en la plaza. No porque haga más fresco (no lo hace) sino porque es lo que toca, lo que hay que hacer cuando vienes al pueblo, y si no pa qué vienes. Te traes a los niños, que corran y griten y se persigan, mientras padres y abuelos se arrellanan en las sillas de plástico, fundiéndose lentamente con ellas.
Uno de los bares ha preparado un despliegue realmente impresionante de mesas en las que cenar: manteles de papel blanco y sillas verdes formadas como en un tablero de Hundir la Flota bajo una nube parloteante de gorriones, gordos como bolitas por la abundancia de migas de bocadillo. El aire parece sopa recalentada, pero reina un cierto optimismo suicida, la esperanza infundada de que por la noche refresque. Aunque lo hiciera, el puro calor animal de tantos cuerpos juntos los mantendrá cociditos al vapor, con la trama de plástico de las sillas marcándoles casi a fuego un dibujo purpúreo en los muslos. Pero se lo pasarán bien; a cada cual lo suyo. Al fin y al cabo es verano ; hay rituales que deben cumplirse, como cenar en la plaza. Yo, apóstata de tales tradiciones, adoro al ventilador más que al verano y busco maneras de estivar que sean, ay, lo menos dañosas para mi paciencia. Abajo, las mesas aún intactas esperan como altares a los acólitos del tinto de verano.