A veces esto de hablar de arte me resulta espinoso, porque siempre llega alguien y me pregunta que qué es. Y yo qué sé, oiga, les digo, o me digo. Otras veces, lo tengo clarísimo. Hoy mismo, por una de esas raras cadenas de hechos que pasan cuando navegas por estos electrones que Internet nos da, me he puesto a ver cuadros de Vermeer, que me encanta. Me tranquiliza. Vermeer tenía una manera de filtrar el aire por una muselina de caramelo y silencio que me gusta cada vez más. Como Tolkien, Vermeer podía hacer hablar al aire mismo, y convertir el espacio en un personaje, porque cada vez que me quedo mirando un cuadro suyo me fijo más en los espacios vacíos que en las figuras que se sientan, silenciosas, en ellos. Sus cuadros tienen esa rara cualidad de hacerte percibir, no sólo la luz, sino el silencio, la calma que emanan.
No es que haga falta mucha más calma en Corvallis, que se levanta cada mañana bajo una costra quebradiza de escarcha, pero a ver si me va a hacer falta una excusa, a estas alturas, para mirar un Vermeer. Hasta ahí podríamos llegar.
Es curioso como un mismo artista puede ocasionar sentimientos contradictorios en dos personas distintas. Vermeer (sus cuadros) me pone siempre muy nervioso. La atmósfera que refleja da un aire de irrealidad a sus escenas cotidianas, como si estuvieras soñando con una mujer que cose o con una que posa en el estudio del pintor más que con alguien real. Supongo que por eso me gusta tanto.
Lo que a mí me parece curioso es que dos sentimientos casi contrapuestos nos hagan apreciar tanto la obra del mismo pintor… Eso debe ser, en el fondo, el arte. Aparte de morirte de frío. Qué malo.