-La máquina de zumo me mira mal.
-Qué va, mujer, te lo estás imaginando.
-Que no, que me mira mal.

La máquina es azul, grande, abstracta. Naranjas radiactivas en la foto del frontal se carcajean de sus congéneres tridimensionales, pequeñitas, amarillentas y pochas del interior. Intruduzco un euro (¡un euro!) en la ranura y escucho cómo repiquetea por los conductos internos con cierto tono guasón.

La máquina y yo arrastramos ya una turbulenta historia. Le he pedido un vasito de zumo cuatro veces en los últimos días. La primera vez se negó a darme vaso. La segunda vez se negó a darme zumo. La tercera vez me tiró una mosca. La cuarta vez se estropeó directamente.

De modo que me acerco a ella con precauciones. Abro el compartimento del vaso y limpio en lo posible la pulpa reseca del sensor de llenado. Retrocedo. Avanzo. Y finalmente pulso el botón amarillo.

Las naranjitas anémicas se mueven en su cestillo, a medida que las de abajo pasan al exprimidor. La maquinaria zumba, gime, gorgotea. El vaso se llena poco a poco. Aún tiene aliento la máquina para escupirme con desdén en la mano con la que recojo el zumo.

-¿Ves? De manía nada.
-Es verdad -digo, lamiendo con disimulo el zumo del dorso de mi mano. La máquina ronronea bajito para sí, satisfecha. Ya nos veremos las caras en otra ocasión, parece decir en código máquina.

Ya sólo queda la máquina de café.

(¡Feliz octavo aniversario, 8logalia!)