El otoño trae unos días indecisos y ciclotímicos durante los que no puedes estar seguro de qué te saludará tras pasar un rato en interiores. Puede ser un día cálido y vibrante como un violoncello, esmaltado en amarillos y azules, o puede ser un plastón húmedo y pesado, hervido demasiado rato, lleno de churretones.
Yo me había pasado un ratillo zascandileando entre la bisutería chispeante y los regalos horteras de la tienda del campus, ya saben, angelitos de latón, móviles, jabones la mar de terapéuticos, castores de peluche, action figures de Freud («Tell me about your mother!»), esas cosas. Refugiada entre estanterías y luces halógenas y moquetas y alumnos equipándose para el curso, el exterior era una entelequia casi olvidada.
Cuando por fin salí, la mañana brillante y suave que conocía ya no estaba. El día se había nublado, con una de esas capas de nubes gris ceniza y sin relieve de las que hacen pensar que alguien está envolviendo el planeta en borra. Y cuando iba andando por el Quad, subiéndome la cremallera de la chaqueta, encogiendo los hombros, y haciendo todas esas cosas que hacemos cuando nos encontramos con el frío desapacible del otoño, empezó a soplar viento.
No parecía gran cosa. Se oía, más que notarse: un susurro blanco y envolvente, un sonido como de lluvia lejana. Las copas de los árboles latían al influjo de corrientes que los que estábamos a ras de suelo no llegábamos a percibir.
Y empezó a aumentar. El rumor de lluvia se convirtió en un raspar cada vez más fuerte, y luego en un extraño rugido de una bestia con pulmones infinitos que se iba acercando lenta pero constantemente, hasta que el rugido lo llenó todo. El roble del Quad, un árbol enorme y hermosísimo que se abre al cielo como un abanico, ondeaba en un baile de hojas verdes y tostadas al compás inexistente de un alarido de aire que crecía todavía más, hasta lo imposible, hasta llenar el mundo de una estática ensordecedora. Me quedé quieta, hipnotizada, sin poder escapar del sonido del viento, mirando a mi alrededor cómo todos los árboles se inclinaban despacio, despacio, gritando, dejándome en un islote de sonido absoluto y feroz que lo borraba todo, pero sólo de sonido. El viento no llegó al suelo.
Desapareció con suavidad, como había venido, dejando que los árboles se enderezaran lentamente y soltaran un diluvio de hojas amarillas que cayeron casi verticales mientras yo parpadeaba y reajustaba los oídos a los sonidos normales del campus un viernes por la tarde. Las ardillas chasquearon un par de veces, creo que tan sorprendidas como yo. Una curruca cabecinegra saltó al suelo y empezó a dar saltitos bajo los rododendros fingiendo que no había pasado nada. Los árboles soltaban hojas, indiferentes. Los alumnos iban de acá para allá. Sólo yo me quedé un rato quieta de pie en el Quad, saboreando el paso del poderoso dragón de aire que robó, por un instante, toda la realidad de Corvallis.