(Antes tenía la costumbre de publicar en el blog breves entradas escritas a partir de notas rápidas tomadas en una libretita que siempre llevo encima. Aunque no perdí la libreta, sí perdí la costumbre poco después de volver de Corvallis. Hoy he anotado en la libreta, en un garabato temblón porque escribo fatal en la carretera, y me mareo, «Tarde oscura, luces desde el autobús». Lo que en realidad quería decir es lo que sigue).
Valencia ha estado unos días con morriña invernal: días húmedos y fríos, luz amarillenta hecha de cemento, una penumbra casi sólida que se escurría aceitosa entre los edificios, atenuando los charcos de luz de las farolas como si toda la ciudad tuviera degeneración macular.
Hoy ha cambiado todo. A mediodía ha sido como si alguien hubiera volcado un cubo de oro líquido por las huertas, la humedad ha pasado a ser un fresquito vigorizante, y hemos alzado la mirada, todos a la vez, para admirar el contraste entre el mundo reluciente bañado de luz color de miel y el cielo arado de nubes grises y lanosas en surcos regulares y suavecitos.
Y ahora, que estoy en Bruselas, he vuelto a una luz mortecina, gris, pétrea, contra la que la tracería de árboles desnudos parece un extraño tipo de infección por hongos. Los faros de los coches apenas horadan el aire traslúcido y gelificado, y dentro del autobús suena Gangnam Style y parece como que no debería, como que es de mal gusto intentar animar un día así de zombificado con una trepanación a base de bajo electrónico.
Las farolas de la autovía se acaban de encender (son las cinco, pero caemos hacia la noche igual que hacia el centro de la galaxia), y me sorprende ver que a través de las ventanillas del autobús los tubos fluorescentes se ven de color escarlata, como si el alumbrado público fuera más bien las luces de aterrizaje para un ejército de vampiros.
Aquí, desde luego, se sentirían como en su casa.