Hoy me he ido a casa a comer. Iba conduciendo por Valencia, disfrutando de un día limpio y recien planchado, de otoño incipiente, en el que todos los colores parecían saturados y el sol era brillante pero no cegaba.
Detrás de mí había un coche de gama alta, de esos serios y fardones. El conductor respondía a absolutamente todos los tópicos: joven, trajeado hasta el insulto, pelo negro bien untado de gomina, bronceado de crucero privado por las Bahamas. No llevaba el auricular bluetooth pegado a la oreja pero tenía pinta de estar recibiendo cotizaciones de bolsa por telepatía. El tipo de arquetipo que despierta, y más en los tiempos que corren, antipatía instintiva.
Y estaba yo dedicada a alimentar esa antipatía, mirando por el retrovisor mientras esperábamos a que se abriera el semáforo, cuando el objeto de mi desdén ha tomado del asiento del copiloto la última miga de un pastelito, se la ha zampado de un bocado y ha empezado a lamerse los dedos cuidadosamente, meticulosamente, uno a uno, con una sonrisa de oreja a oreja, contento como un colegial y disfrutando del momento con tanta alegría y abandono como un gatito.
El semáforo se ha puesto en verde, reanudando el tráfico y ahogando el estrépito de mis preconcepciones al caer al suelo hechas trizas. Y yo he seguido camino a casa un poco más contenta que antes y con unas ganas tremendas de comerme un pastelito.