La tarde de final de verano era perfecta, de esas que parece que van a eternizarse en la luz lenta y dorada, cubriendo el paisaje de una sutil costra ambarina. Silvia paseaba por el camino de sedoso polvo amarillo, respirando con placer el aire que olía a tomillo y aulaga recalentados. A su derecha, una ribera empinada bajaba hasta el río, a esas alturas del año fluyendo bajo y desganado entre cañas y matas de hierbas secas encastradas en barro claro. A su izquierda, los bancales construídos con piedras y trozos de ladrillo definían las pequeñas huertas de las afueras del pueblo. Los caquis, redondos y brillantes, de un naranja oscuro imposible, combaban las ramas peladas de los árboles. El olor a fruta pudriéndose en el suelo se mezclaba con los aromas de las hierbas de monte. El efecto era tranquilizador: olor a niñez eterna.
Un poco más adelante, la orilla del río se ensanchaba para acomodar una larga serie de huertecillos minúsculos, delimitados por astrosas cercas de tablas o cartones. Al final de la larga y estrecha tira de tierra fértil, un hombre se encorvaba sobre unos surcos de lechugas jóvenes, escardando malas hierbas con una pequeña azada.
—¡Hilario! —llamó Silvia. Un gesto de saludo con la mano, una sonrisa. El hombre miró hacia arriba, parpadeó, se irguió apoyándose en la azada. Silvia se detuvo al borde del camino.
Hubo un intercambio amable de preguntas por la familia, un par de comentarios sobre el tiempo tan bueno que estaban teniendo.
—Baja —dijo Hilario—, tengo albaricoques, muy buenos.
Silvia bajó por el empinado senderillo que cortaba la ribera como una vena clara en carne verde. Hilario estaba llenando de albaricoques una bolsa de plástico, agujereada y manchada de tierra. Una vez llena hasta casi la mitad con la fruta rosada y amarilla, puso la bolsa bajo el grueso chorro de la fuente que manaba a través de media caña hincada profundamente en la ribera. El agua llenó la bolsa, escapó por los agujeros, arrastró tierra y olor a fruta hasta la pequeña poza que latía bajo el caño.
—Son muy dulces —dijo Hilario, con cierta fanfarronería satisfecha, como si él personalmente hubiera ajustado el dulzor de la pulpa de cada fruta. Tomó un albaricoque y se lo ofreció a Silvia.
—Prueba, verás qué dulces.
Silvia tomó la fruta, la apoyó un instante contra sus labios para sentir el frescor del agua que se adhería en gotitas plateadas a la piel sedosa; luego mordió, y el jugo le llenó la boca junto a la textura tierna y firme a la vez de la pulpa, dulce y sabrosa, el sabor agradablemente enfatizado por la levísima acidez de la piel fina. El hueso cayó entero contra su lengua, seco y suave. Nada le había sabido nunca tan bien, y Silvia se dejó llevar por la perfección inacabable del momento, el sabor del albaricoque en su boca, en su nariz, el murmullo fractal de la fuente, los susurros del seto de detrás de la huerta, lleno de chasquidos y silbidos de pájaros e insectos, la cálida dulzura del sol en su espalda, el aire húmedo y fresco de la fuente en la piel de su cara, el aroma amalgamante y auténtico de la hierba y la tierra mojada.
Un momento perfecto, congelado en el tiempo.
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