Sí, todavía llevo una Moleskine en el bolso (o en algún bolsillo de mi Scottevest si el tiempo justifica llevar mi Scottevest). Y todavía, a veces, en algún momento perdido de los que ya casi no tengo, la saco y ensarto en ella con el boli algún momento fugaz. Hoy os copio dos:
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En el Ave a Madrid, viendo cómo el amanecer pinta poco a poco el paisaje y todo vira del gris al azul y luego a un verde fluorescente, asaeteado de sol. Todo el mundo a mi alrededor está muy serio, todos hablan de trabajo y escriben en sus portátiles. El señor más mayor y más elegante del vagón, sin embargo, está zampándose todo contento un bocadillo de tortilla mientras sorbe su café tan a gusto y silba bajito para sí. Queda esperanza, queda.
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Cruzando un puente, a pie, en Santa Cruz de Tenerife. Hace un calor de muerte y tengo sed. Miro con curiosidad el cauce seco de un barranco en el que unas obras molonas pero claramente abandonadas dan un toque un poco triste entre la pizarra y las buganvillas. La balaustrada del puente es de piedra revestida, con una verja de hierro forjado alta, muy bonita, llena de volutas. Me fijo entonces en que está también llena de candados, de todos los tamaños y en todos los estados de deterioro, candados que no sujetan nada más que a sí mismos a la verja. Todos ellos llevan escrito algún mensaje de amor. Me pregunto cómo nació la idea, qué fue de las parejas, y si alguna vez habrá tantos como para llegar a cubrir las volutas de la verja.
Vaya, me pregunto qué pasará si me paso por un \»candaderío\» de ésos a practicar con las ganzúas. ¡Lo mismo provoco una avalancha de divorcios en cadena!
Lo último te lo digo yo. Es una copia de la costumbre en el Ponte Milvio de Roma.
Costumbre popularizada por el libro de F. Moccia (Perdona si te llamo amor) y la subsiguiente película.
Si es que siempre se aprenden cosas…
En Seul y alguna ciudad italiana.